Este año cuando se celebra el centenario de la muerte de Joseph Conrad, he recordado a un nicaragüense que también hizo el viaje al corazón de las tinieblas, y sin haber alcanzado nunca ni fama ni gloria regresó del Congo para morir en un hospital de pobres de Amberes.
En El viaje a Nicaragua, Rubén Darío cita la historia contada por el escritor andaluz Ángel Ganivet, acerca “de un hombre de Matagalpa que, después de recorrer tórridas Áfricas y Asias lejanas, fue a morir en un hospital belga, y le llamó para confiarle los últimos pensamientos de su vida. No sé cómo se llamaba aquel hombre de Matagalpa; pero sé que ese ignorado compatriota, en su modestia representativa, había visto como yo quizás, en las constelaciones que contemplaran sus ojos de viajero, las clásicas palabras: Navigare necesse est, vivere non est necesse” (Vivir no es necesario, pero sí navegar).
El episodio referido por Darío lo consigna Ganivet en una carta del 10 de mayo de 1893, dirigida a su íntimo amigo, el periodista Francisco Navarro y Ledesma desde Amberes, donde prestaba servicios en el consulado español:
“Otro asunto que me cayó por banda fue una visita a un español, que, procedente del Congo, había ingresado en el Hospital y deseaba antes de morirse hablar con algún semejante que le entendiese. Resultó que el tal individuo no era español, sino nicaragüense, de Matagalpa… la última aventura le ha pasado en el Congo, y después de exprimir allá las últimas gotas de sustancia, ha sido remitido para reposición a la metrópoli comercial de Bélgica, a la que llegó atacado por la fiebre amarilla y convertido en esqueleto de ocre. Por cierto, que murió a los dos días de llegar, y que ha dado origen a ciertos rumores, pues creía el público que se trataba de un colérico”.
Por esta carta sabemos también que el nicaragüense anónimo, antes de llegar al Congo, donde el rey de Bélgica Leopoldo II tenía su explotación esclavista, y cometía uno de los genocidios más atroces de la historia, erró por diversos lugares del mundo, incluido Panamá, donde Lesseps había fracasado estrepitosamente en 1889 en la construcción del canal interoceánico; y que, burlado por su mujer, la dejó atrás con tres hijos, sin precisar dónde, si en Nicaragua o en algún otro lugar de su errancia.
Tres años después, en El idearium español, Ganivet vuelve sobre aquella entrevista, con mayores precisiones. El hospital donde encuentra al nicaragüense es el Stuyvenberg, el mismo donde Vincent van Gogh había sido internado en 1886, contagiado de sífilis, el terrible mal gálico de entonces, por una prostituta del puerto. Y ahora recuerda el nombre del nicaragüense:
“…Uno de los empleados del establecimiento me condujo a donde se hallaba el moribundo… «Yo no soy español —me dijo—; pero aquí no me entienden, y al oírme hablar español han creído que era a usted a quien yo deseaba hablar… me llamo Agatón Tinoco. «Entonces —interrumpí yo—, es usted español por tres veces. Voy a sentarme con usted un rato, y vamos a fumarnos un cigarro como buenos amigos. Y mientras tanto, usted me dirá qué es lo que desea». «Ya nada, señor; no me falta nada para lo poco que me queda que vivir: sólo quería hablar con quien me entendiera, porque hace ya tiempo que no tengo ni con quién hablar».
«Amigo Tinoco —le dije yo después de escuchar su relación—, es usted el hombre más grande que he conocido hasta el día; posee usted un mérito que sólo está al alcance de los hombres verdaderamente grandes: el de haber trabajado en silencio; el de poder abandonar la vida con la satisfacción de no haber recibido el premio que merecían sus trabajos…”
Algo desentona en este cuadro: el que Ganivet convide a compartir un cigarro a un moribundo convertido en un esqueleto ocre, en la sala de contagios de un hospital. Y desentona que despache en una larga parrafada retórica todo lo que supuestamente le dijo al desgraciado, en tono moralizante: “la llamarada de orgullo, de íntimo y santo orgullo, que le alumbrará con luz muy hermosa los últimos momentos de su vida…”. Esa misma noche mi paisano andariego, que sólo quería hablar por última vez con alguien en su propio idioma, expiró.
Y si en verdad Ganivet tuvo el ánimo de endilgarle aquel discurso tan prolijo, él mismo, al abandonar el hospital reflexionó sobre la vacuidad de sus palabras, pues al final de su evocación le oímos decir que “si alguna persona de «buen sentido» hubiera presenciado esta escena”, lo habría tomado a él “por hombre desequilibrado e iluso”, y lo censuraría “por haber expuesto semejantes razones ante un pobre agonizante”.
Agatón Tinoco cumplió en el África colonial un destino oscuro, del que ya no llegaremos a saber mucho más, perdido en algún lugar de aquellos que quedaron en la geografía de la infamia, el Estado Libre del Congo inventado por Leopoldo II para explotar en su beneficio personal la extracción de caucho, diamantes y marfil, responsable de la muerte de al menos 8 millones de congoleños, y de mutilaciones, torturas y otras vejaciones. ¿Capataz, peón de alguna plantación, acaso grumete del vapor Roi des Belges en el que Conrad remontó el río Congo en 1890? ¿Victimario, simple testigo?
El destino final de Ganivet tampoco fue muy feliz. Enfermo de sífilis, igual que Van Gogh, un mal que lo acercaba fatalmente a la parálisis y a la demencia, y «aburrido, hastiado, malhumorado, melancólico, abrumado, entontecido», como escribió en una carta, se suicidó en 1898 lanzándose desde un barco trasbordador a las aguas del río Dvina en Riga, donde se hallaba como cónsul de España en Letonia.
Tenía entonces 33 años. Agatón Tinoco, al que encontró en el hospital Stuyvenberg de Amberes cuando llegaba desde el corazón de las tinieblas, y volvía a las tinieblas, no sabemos la edad en que murió.
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