Tras dos años de barbarie en Ucrania, tras las atrocidades cometidas contra civiles en Bucha y tras la matanza de Hamás, seguida de la pulverización de Gaza, hemos sido catapultados hacia atrás, a un mundo sin piedad, un mundo tan antiguo como las páginas más oscuras de Shakespeare y los cuadros más terribles de Goya. Estamos siendo testigos de cómo es un mundo sin misericordia.
Cuando las normas jurídicas y éticas sancionadas internacionalmente se derrumban, las reglas que estructuran nuestros juicios ordinarios como individuos empiezan a tambalearse. Los espectadores se apresuran a juzgar en aras de su propia identidad y de sus certezas políticas precocinadas. En esta tormenta moral hay un resto del naufragio al que poder aferrarse. Las cuatro Convenciones de Ginebra, ratificadas en 1949, permanecen intactas.
Hamás y sus defensores las citan para justificar la resistencia y afirmar que Israel viola todas las normas, mientras que Israel insiste en que los abogados y los mandos del Ejército eviten las víctimas civiles colaterales en la guerra aérea y en la operación terrestre que se avecina. Las leyes de la guerra podrían ser el único conjunto de reglas todavía en pie que llama a ambos bandos a alejarse del abismo que podría tragárselos a ambos.
Las Convenciones no brindan coartadas a nadie. Distinguen entre el ‘jus ad bellum’, los fundamentos jurídicos que justifican el recurso a la violencia -la legítima defensa, por ejemplo-, y el ‘jus in bello’, la ley que rige la forma de combatir. El quid de la ley es que el ‘jus ad bellum’ nunca justifica la barbarie ‘in bello’. Por muy justificado que esté el recurso a la guerra, no legitima el comportamiento inhumano en la zona de combate. Si uno es palestino, puede argumentar que lo que ha sufrido justifica la masacre de civiles en un festival de música en el desierto. Si es israelí, puede argüir que lo que sufrió su pueblo en la masacre del 7 de octubre justifica la demolición de Gaza. Las Convenciones de Ginebra dicen a ambos que están equivocados. Nada justifica que se inflija violencia a los no combatientes, ni la masacre en el desierto, ni el cruel confinamiento de la Gaza civil.
Las Convenciones de Ginebra son leyes hechas para el infierno. Los juristas que habían sido testigos de las peores cosas que había hecho el ser humano durante la Segunda Guerra Mundial aceptaron que el combate violento era un instrumento normal en los asuntos humanos y únicamente trataron de limitar su horror. Sus convenciones, especialmente la cuarta, sobre la protección de los civiles, ordena a los combatientes que observen el principio de distinción, limiten los combates a los luchadores armados y se aseguren de que la violencia guarde proporción con el objetivo militar.
Las convenciones evocan una idea tan antigua como los códigos de los caballeros de la Edad Media europea, el código Bushido de los samuráis japoneses o las reglas de la guerra santa legítima de los yihadistas islámicos. Los guerreros no han de ser carniceros ni bandoleros. Deben conservar su honor. Los soldados son indignos de sus uniformes si deshonran a las mujeres, roban a los civiles, maltratan a las personas que interrogan o utilizan la violencia gratuita en el uso de las armas.
Los redactores de la ley de Ginebra sabían que hay terroristas como Hamás que colocarán armas y misiles junto a hospitales para aprovecharse de la previsible reticencia de Israel a atacar esos objetivos. Pero el hecho de que una parte se burle de las reglas no exime a la otra de la obligación de obedecerlas. Israel no puede excusarse de cumplir la ley solo porque Hamás no la respete. Israel cuenta con una legión de abogados muy versados en las normas de Ginebra. Su Ejército es responsable ante sus ciudadanos; sus abogados militares deben responder ante un Tribunal Supremo civil; sus soldados deben rendir cuentas por los crímenes de guerra ante un tribunal de justicia. La imagen de Israel como democracia está estrechamente ligada a su afirmación de que sus guerreros obedecen las convenciones.
En virtud tanto de la Carta de la ONU como de las Convenciones de Ginebra, Israel tiene un objetivo ‘ad bellum’ legítimo: fue atacado, y tiene derecho a defenderse y a entrar en Gaza para impedir que el enemigo vuelva a hacerlo. Los problemas de Israel comienzan con las estipulaciones ‘in bello’ de las Convenciones. Además de discernimiento a la hora de seleccionar objetivos, las convenciones exigen proporcionalidad, lo que a su vez obliga a los israelíes a minimizar los daños colaterales en hospitales, escuelas e infraestructuras civiles. Dado que es probable que Hamás se ubique cerca de lo que la convención denomina blancos «protegidos», la convención permite a Israel atacar objetivos civiles, pero solo cuando no haya otra forma de alcanzar un objetivo militar necesario.
Israel ha permitido la entrada de convoyes de ayuda en Gaza; ha advertido a los civiles de ataques aéreos inminentes y ha instado a la evacuación total de las zonas de combate. A pesar de estos gestos de cumplimiento, todo lo que el mundo atento puede ver en sus pantallas, cada hora del día, son calles y casas arrasadas, ambulancias frenando en seco delante de los hospitales, y civiles ensangrentados que son transportados en camillas o morgues de hospital llenas de cadáveres. Cuando se cuenten los cuerpos, a Israel se le juzgará por el número de muertos que hayan sido combatientes de Hamás y por el número de civiles no combatientes.
Los ciudadanos israelíes, conmocionados y heridos hasta la médula, pueden pensar que preocuparse de a quién matan es una farsa absurda frente a un enemigo cuyo objetivo declarado es destruir su Estado y asesinar a judíos. Pero eso es lo que acordó, aquello por lo que su Ejército afirma regirse; Ginebra define el código que vincula a los soldados con el Estado israelí: es lo que sus soldados más reflexivos quieren decir cuando afirman que «no debemos llegar a ser como ellos».
La pregunta difícil es si la ley puede llegar a canalizar las energías de la guerra -rabia, odio y venganza- hacia el discernimiento y la proporcionalidad. Puede que todos muramos igual, pero cuando el enemigo nos amenaza, nos preocupamos primero por los nuestros, y si hemos matado a otros, nos eximimos de la responsabilidad por su muerte y se la achacamos a ellos. «Se lo tenían merecido. Se lo buscaron. O ya habíamos sufrido bastante. Deben sentir nuestro dolor y humillación». La ley de Ginebra comprende estos reflejos y nos pide que recordemos que conducen a esa escalera oscura que nos lleva siempre hacia abajo, hacia un abismo que nos traga a todos.
Solo la política, no el Derecho, puede impedir que sigamos descendiendo a los infiernos. Un día, después de un alto el fuego, después de que la política sustituya a la guerra y se satisfagan las justas demandas de los palestinos de un Estado propio, y se garanticen las justas necesidades de los israelíes de vivir seguros, tal vez mediante un tratado de paz entre Arabia Saudí e Israel, ambos bandos dejarán a un lado el ciclo de violencia y reconocerán lo que realmente comparten: el dolor y la compasión común que fluye finalmente a través de nosotros cuando cada parte reconoce la pérdida de la otra. Porque hay poder en el dolor. Con el dolor, viene el remordimiento, el arrepentimiento, y un día, el impulso de hacer las paces.
Michael Ignatieff es profesor de Historia en la Universidad Central Europea de Viena y presidente del Consejo Asesor del Instituto para la Ética en la Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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