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¿Un mundo feliz?

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¡Oh maravilla! ¡Cuántas criaturas bonitas hay aquí! ¡Qué hermosa es la humanidad! Oh mundo nuevo valiente, Eso tiene gente así. Miranda, Acto V, La tempestad, William Shakespeare

De muchachos preparábamos las lecturas de agosto con seriedad. Mi generación le acordaba a ese período una especial importancia. Leer significaba ponerse a tono con los tiempos y con las ideas. La formación solía trascender al liceo y sus exigencias curriculares y, adentrarse en la historia y en la literatura, estaba en la obligada agenda de las vacaciones estudiantiles.

Un forcejeo se pactaba entonces que ponía a prueba nuestra voluntad, siendo que era también la oportunidad de los paseos a la playa con los amigos o visitas a familiares, celebraciones, fiestas y serenatas, pero siempre pendiente y como un contencioso no resuelto pugnaz, el reclamo a la vista de la pila de libros que habíamos escogido previamente.

El plan combinaba los clásicos y algunas novedades. Ensayos y novelas y acaso algo de poesía. La política transversalizaba las pláticas y peñas que se formaban. Entre dudas, pero con mucha pasión y arrojo nos lanzábamos inmersiones profundas en temas y autores para luego analizarlos y discutir.

La llegada a la universidad amplió la tendencia, pero algunos trabajábamos ya desde el bachillerato en tareas diversas para ganarnos  un dinero y poder costear necesidades, vivencias y adquisiciones. La amistad que se fraguaba en el decurso era un maná para muchos que andábamos sin muchas seguridades y sin embargo, ese entorno nos ofrecía referentes que nos moldeaban el presente y proponían un porvenir.

La mayoría abordábamos con timidez las relaciones con las compañeras y vecinas. Como diría Simón Díaz, nos turbaba aquella que nos miraba profundo, pero nos derrochábamos en cada ocasión con la que la suerte  deparara. Una fiesta de uno de la banda era entonces de varios y los episodios de todo género empezaron a suplirnos de recuerdos. Aún me pasa que de súbito vienen a mi consciencia evocaciones que me hacen sonreír o suspirar. Ya decía el juglar: “Suspiro porque me acuerdo y si no, no suspirara. ¿Quién es aquel que suspira sin acordarse de nada?”.

En aquel contexto tocó en suerte una plática sobre la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz que nos empujó a un intercambio vehemente, pero teniendo en común una cierta fascinación por aquel escenario distópico y por el juego de ironías que sus personajes se permitían y que a ratos los definían a ellos mismos, tallándoles por sus nombres y los diálogos su perfil.

Empero, sin embargo, avanzamos a punta de jirones de ilusión y fantasía a pintar nuestro boceto de la felicidad y sus actores, su entorno, su cosmovisión y aún recuerdo que el desacuerdo fue tal que lo dejamos así, entre tensiones y algunas palabrotas. Las posturas políticas y las construcciones que se proponían, imbuidas de ellas, comprometieron el propósito que nos hicimos al comienzo.

Una de esas noches nos reunimos para escuchar a uno de los amigos que nos hizo alucinar con el verbo y el argumento revolucionario y marxista. Confieso que yo me debatía entre el carisma del ideal que aparecía y una tradición de formación en colegios católicos y un internado que marcó mi vida para mucho. Era comunista y cristiano, aunque se me veía un poco extraño por ello.

Eran tiempos de violencia como resultado de la lucha armada de la izquierda venezolana y no obstante, una tendencia hacia la democratización, la convivencia y el pluralismo se manifestaba. Me fui inclinando hacia una formación demócrata cristiana y no por ello me sentía menos capaz y menos obligado a cambiar el mundo.

La felicidad se me mostraba o yo la asumía por momentos. No era un estadio permanente. La vida se me desplegaba con no pocas dificultades, pero cada éxito, cada logro, cada apretón de manos, cada beso de ella me la daba y me la ofrecía.

Bien dice el poeta que la existencia debe cumplirse fabricando desde la cotidianidad los mejores recuerdos. Yo atesoro aquellos, siendo que con ellos prescindí de amarguras como lastre y viví sin abrigar odios. Me batí, di y recibí y a la postre, había transitado ya más de la mitad de la esperanza vital.

Mi libertad, mi voluntad, mi escogencia, mi decisión, mis errores y algún acierto que también conocí me llenaron de convicciones y también me señalaron y reclamaron responsabilidades. Erré y acerté eventualmente y en el viaje fui feliz o pensé que lo era y ese instante y vuelve la poesía se constituía en parte de mi eternidad.

Noto hoy que un viento huracanado se abate sobre esa perspectiva de la vida en que me desenvolví. Yo no necesitaba de la esperanza porque estaban las opciones en el camino. Movilidad social de por medio, en buena medida proporcionando lo necesario materialmente para, con dignidad, ocuparme de otras valoraciones, objetivos, metas y sueños más sustanciosos para mi corazón y mi consciencia. No hice ni dispongo de riquezas, pero no las envidio ni las codicio tampoco.

La política que siempre estuvo tentándome porque se trata de una intensa pasión que prela sobre todas las demás, me temo, me capto. Allí nuevamente tuve mis minutos de gloria y mis decepciones, pero toqué el techo de la felicidad entendida como el bienestar del espíritu, la satisfacción, la victoria y la derrota con serenidad, la solidaridad y un sentimiento de paz interior contrastaba con otras realidades exigentes y acaso, gravosas pero, recogí y percibo mucho de ella, como para decir que en el recuento advierto a favor la ponderación de mi desempeño.

Décadas de mi vida dediqué a la docencia universitaria y aún no me jubilo. Un millón de complacencias no serán enredadas por el intento del chavismo-madurismo de disuadirnos a los profesores, empleados y obreros universitarios de seguir aún asfixiándonos económicamente. A ratos también sentí que podía sentirme muy bien haciendo en el aula lo que la universidad otrora hizo conmigo; redimiéndome, educándome, ciudadanizándome.

La salud me ha puesto en jaque varias veces, pero mi fe en Dios fue un punto de apoyo y la fortuna de contar con el afecto y aliento de mi gente y un buen seguro que, por cierto, ahora no tenemos ni los profesores de la UCV ni los parlamentarios jubilados de la Asamblea Nacional. La ruindad de la revolución de todos los fracasos no parece querer dejar hueso sano al país, valga el coloquio. La revolución de todos los fracasos discrimina sistemáticamente a los que la critican como si pudiéramos vivir y ser, sin deber hacerlo.

Me detengo a pensar en esa popularísima expresión, tan en la boca de los coterráneos: “Éramos felices y no lo sabíamos”, como un canto a la nostalgia que insurge franca de adentro, cuando comparamos lo que fuimos y lo que somos, como sociedad y como país y me refiero en mayor o menor medida a todos.

Hago este recuento, siendo que escucho muy pocas veces a nuestros muchachos hablar del futuro y menos aún de lo que les destinaría como bálsamo espiritual y mejoría material, un cambio de circunstancias, ante la bellaquería y la pobreza espiritual que como una pesada contingencia nos llega a los venezolanos.

La felicidad es difícil y construir un mundo feliz, no deja de ser una saludable utopía. Se quiso siempre y se convirtió en discurso, una propuesta basada en la igualdad material o en el simple cuestionamiento de la propiedad. Nada de eso es verosímil y mucho menos verdadero. La felicidad es una combinación de las necesidades  cubiertas y una dinámica espiritual que responda favorablemente a las expectativas de cada cual, aunque el asunto es mucho más complejo.

Ya Hannah Arendt nos enseñó –y lo he escrito antes– que ese fue el lastre por el que encalló la revolución francesa que inició como una lucha por la libertad y degeneró en los complejos y resentimientos de la ambición, el igualitarismo pero desigual y el más atroz irrespeto por la persona humana.

Ciertamente, la pobreza pone las cosas más difíciles y me refiero a la carencia generalizada de bienes pero, la pobreza espiritual, la envidia como decía el poeta anónimo, es el arma de los incapaces y con la venia de Víctor Hugo acotemos que, también arma a los miserables.

Sufrir y padecer el éxito ajeno, es peor para muchos que, el propio fracaso y la riqueza, no proporciona ni remotamente todo lo que conviene tener para ser feliz o para disfrutar la vida a plenitud, aunque sin duda, ayuda. Son tal vez maneras de ver las cosas.

El bienestar, la satisfacción y la complacencia personal, pueden no obstante no durar mucho y, la felicidad supone para otros la estabilidad de la mejor posición material, con la compañía del goce del espíritu. Siendo así, cabe interrogarnos sobre si ¿ese estado está realmente a nuestro alcance?

Ocurre que ser feliz puede ser muy exigente y, para serlo, tienes que construir un entorno que también lo sea o pueda llegar a serlo. La alteridad es un elemento que pone a prueba tu condición humana y la felicidad no es sustentable, ante la tristeza o el sufrimiento masivo como paisaje existencial. Aunque nos neguemos, somos parte del uno.

A inicio del siglo pasado, alguna sociedad francesa y europea, acusaba a la burguesía de hipócrita y autores muy reconocidos fueron explícitos al respecto. Recuerdo a Georges Sorel ironizar sobre el asunto. Mirar con desdén al otro o, simplemente despreciarlo, evadirlo o eludirlo puede constituirse en una reacción que segrega o margina, pero al hacerlo, amputas impajaritable tu espacio a compartir aún a pesar de ti mismo.

Admito que no está claro el concepto de felicidad en el mundo actual, víctima el susodicho de la deletérea erupción de las individualidades personalistas y del deliberado desconocimiento de los valores comunitarios. El Cum, diría Espósito, no es lo que nos relaciona como unidad sino, una entelequia a superar y a eso quieren imponer como la libertad.

La esfera de cada cual, pareciera suficiente y, el teatro compartido con sus alegrías, angustias, emociones, tragedias incluso, fue invadido por los relativismos o mimetismos públicos complacientes y a menudo desconsiderados.

De allí se evidencia que la llamada ideología de género termina por atentar contra la libertad y el principio de la tolerancia y el pluralismo. El Estado se hace cómplice de esa minoría que vociferando no persuade pero se impone.

El mundo feliz de Huxley no está muy lejos de lo que nos conduciría el robotismo de los espíritus que se adueñan por acción y la más de las veces por omisión, desinterés o mediocridad pura y simple. Mansos como un rebaño, pero sin sentido de pertenencia se consolida la autosegregación. Como nunca antes la apariencia ensaya, pero no alcanza la simulación a convencer; pero, eso sí, se permea por indolencia y nada más lo más grave se cimenta.

La humanidad cada día más desispiritualizada, desagregada, solipsística, suerte de suma que no suma, de los uno que no quieren ser uno, se torna compleja y distópica como aquella de Aldous.

En nuestro escenario se nos ha privado de casi todo de lo que constituye una persona humana digna y vegetamos entonces sin libertad, dominados, enajenados. Por ese camino no obra la felicidad.

[email protected]

@nchittylaroche

 

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