Por alguna extraña razón, me agrada caminar por la carrera 7 de Locópolis, hermana gemela de la reseñada por el escritor argentino Juan José Soiza Reilly a comienzos del siglo pasado. Es una misteriosa combinación de un pasajero sosiego de las tensiones cotidianas con la sensación de igualdad que induce el anarquismo y la precariedad de las condiciones materiales de existencia del centro de la ciudad. Allí es posible encontrar «almacenes ambulantes», mientras decenas de locales se arriendan o se venden. Avisos que se repiten por toda la ciudad como una confesión entre el atolladero económico y la desesperanza.
Es tal el retroceso histórico de la urbe que nunca su arteria principal, en el centro, había estado más a merced de los delincuentes, los jíbaros, los explotadores sexuales de niños. En el día, cuando es posible transitarla, algunos vendedores callejeros ofrecen formidables libros de segunda a precios irrisorios.
En ocasiones los adquiero, pero el otro día me abstuve de comprar un magnífico libro. Recordé las veces que he tenido que salir expulsado de Locópolis, capital de Locombia, simplemente porque es más fácil irse que regresar al país.
La primera vez, en 1998, fue a México, no precisamente expulsado, sino para estudiar. Haber vivido en el pragmatismo de cuartos lúgubres y camas arrendadas no dejó más alternativa que abandonar la biblioteca que con esfuerzo había levantado. Pero la chaladura, con el sobrenombre de patriotismo, me trajo de vuelta a Locombia desde la España de Aznar, en 2002, cuando los colombianos acaparábamos la crónica roja de los informativos españoles.
Desde entonces, de fondo no mucho cambió. Aunque claro que mejoraron las condiciones materiales del país, obedeció en lo fundamental a la «lotería» de la bonanza de las materias primas, pero sin una apuesta de largo plazo. Aun en los mejores momentos, el país no dejó de expulsar compatriotas, algunos con tan mala conducta que en Chile hasta convocaron una marcha contra los colombianos.
Volví a saber lo que era migrar en dos nuevas ocasiones, abandonar enjutas bibliotecas e insistir en regresar a Colombia, renunciando incluso en Estados Unidos a un trabajo en un organismo internacional. Es que el patriotismo o la nostalgia pueden convertirse en enfermedades incurables, las que serían más benignas si la sociedad no soslayara sus deberes.
A falta de paz, en Locombia se sacralizó el acuerdo de paz de 2016, aunque se seguía haciendo y se hace la guerra. Cuando se agotó la bonanza de las materias primas, se haló del endeudamiento y luego vino la pandemia. En septiembre de 2020 escribí que una vez se abrieran las fronteras habría riesgo de una desbandada de coterráneos. El éxodo diario en la frontera con Estados Unidos refleja ahora parte de la tragedia.
Es que en efecto Locombia es una mala madre, pero no porque haya pobreza, ricos egoístas o falta de presencia del Estado. No; el problema es por la imposibilidad de confiar, por la trampa, la mentira y la corrupción, lo cual abate la cohesión social, el civismo y hasta a las empresas, las que realizan inversiones improductivas para protegerse del comportamiento poco fiable de los demás.
Pero es de tal dimensión el absurdo y la desgracia que ni los gobernantes tienen un proyecto colectivo o se les puede confiar. Algunos de ellos, como la regidora de Locópolis, descubrieron que a mayor desastre citadino más demagogia y exageración histriónica. Nada más efectivo.
Recuérdese que es la sede de la negación de todo principio, en la que a los asesinos no les resulta suficiente matar, sino que desmiembran a sus víctimas; una urbe segregada, con algunos bolsones modernos y de abundancia, pero en la que millones sufren y mal viven. Con kilómetros a la redonda por donde no se puede circular porque sería un acto de suicidio.
Como si no fueran suficientes los males, Locombia erigió recientemente un timonel que se apuntala como intelectual, con ademanes adustos o prosopopéyicos, pero en realidad con una enorme confusión mental y lecturas mal digeridas. Un barquero en dirección a puertos inventados que solo existen en su cabeza.
Y eso que he sido un optimista irremediable o perseverante toda la vida. Así que, infortunadamente, como preferí no comprar un libro, pienso que menos aún podría tener un hijo; en cualquier momento saldría expulsado de Locópolis o Locombia. Las nubes grises del horizonte anticipan no pocas tormentas.
@johnmario