En las festividades de San Juan siempre estaba él. La barba abundante como la de un profeta bíblico. El rostro marcado por el paso indetenible de los años. Muchos pueblos recorridos en la misma actividad de vendedor ambulante. La lozanía juvenil fue transformándose en arrugas como expresión de una huella de vida sin marcha atrás. Parecía una manifestación mística en los albores de un acontecimiento. Un ser de ultratumba en una especie de viaje por los confines del universo. Su mirada meditabunda anclaba en el profundo silencio. Invariablemente, andaba entre los ventorrillos y las fritangas olorosas al tiempo luminoso de junio. Su puesto de catalinas, cocadas y bastoncitos eran de los más solicitados. En el deseo de degustar su arsenal. Soñábamos con hundir una de esas ricuras en un café dulzón hecho por mi madre Teresa, llevarlo hasta el fondo como quien mete el pie en el fango en época de invierno. En la cabeza de un glotón excelso como yo, siempre andaban las duras batallas por engullirme cada cosa que observaba. La señora María García, como un atento guardián, vigilaba celosamente sus pollos asados, brillaban con sus lomos dorados por el calor de las brasas, ensaladas y yuca entre los contornos. Más parrilleros y vendedores de golosinas en toda la calle como invitándonos a desahogarnos entre tantas tentaciones. El hombre sin nombre, vestido de un gris pasados por años de batea y jabón azul, impávido, ojeaba un viejo periódico mientras descansaba en un taburete. En su vidriera ambulante muchas tentaciones hechas de masa y papelón. Era tanto el deseo que sentíamos el olor a café a cuadras de la cocina de mi casa, casi desde el cielo encapotado volaba la taza de peltre; en donde metería todas esas delicias que exaltaban el alma de un comelón furibundo. A lo lejos, el sonido ensordecedor de los toros coleados, la voz del inolvidable Juan Segura, dictando cátedra desde lejos. Allá hombres y caballos buscando acorralar a la bestia que corría entre el fervor de la muchedumbre. La emoción al máximo cuando el toro era coleado de manera efectiva. Mientras esto ocurría en la manga hecha delirio de multitudes, nosotros andábamos a la caza de un buen dulce.
El hombre sin nombre espantaba los espíritus, rociaba con seriedad el espacio del profeta huraño. La barba sobre el lienzo de un destino. La Duaca en festividad estaba llena de estos inolvidables personajes que recorrían cada festividad venezolana. Cuando no regresaban presumíamos que habían muerto. Eran parte del paisaje festivo del pueblo. De aquel personaje Jamás supimos su nombre, creo que tampoco nos interesaba, solo deseábamos probar sus delicias.
@alecambero