Podríamos comenzar por una referencia, tal vez inevitable a la serie B, que por suerte no necesita reivindicación en la historia del cine.
Al lado de las producciones estelares que hacían el prestigio y el éxito de los estudios, Hollywood desarrolló con singular éxito un producto que las complementara en los dobles programas. Se lo ninguneó con un mote antipático: la serie B. Eran filmes condenados al olvido, faltos de estrellas y de bajo presupuesto, asignados a directores que no tenían el lustre de los grandes. Pero el cine es un arte de sorpresas y, con el tiempo, muchos de estos films florecidos a la vera del glamour, exhibieron un arte narrativo, una nobleza y un interés que la crítica y los espectadores con el tiempo saludaron. Los tiempos cambian pero algunas prácticas no. Con el auge del cable primero y las descargas en línea ahora las bocas de distribución siguen mostrando el mismo hambre que sus abuelas, las sesiones de matinée de hace cincuenta años.
La reflexión viene al caso por el interés y el placer de ver un filme como Chicas perdidas, típico producto independiente de Sundance que no debiera pasar inadvertida en el catálogo de Netflix. La historia es sobrecogedora porque es real. Entre 1990 y 2010 unas veinte mujeres han desaparecido en la zona de Nueva Jersey, haciendo pensar que esa figura ominosa del cine y el imaginario americano –el asesino serial– está detrás de los hechos. Porque, de Jack el Destripador para aquí, el crimen serial , exhibe, con el mismo vigor dos vértices. El primero es la personalidad del perpetrador, alguien que a falta de motivo, solo puede exhibir una mente torva y enferma. Y en el cine ese personaje ha ganado una estatura de interés para la taquilla (pensemos solamente en la saga de Hannibal Lecter, en Zodiac, Seven o tantas otras). Chicas perdidas aborda el tema desde el otro polo, el polo olvidado. El de la víctima.
La trama es simple, una madre soltera y con un trabajo mal pago, se apoya económicamente en la mayor de sus hijas, que un buen día desaparece. Su búsqueda la lleva por caminos sórdidos. La joven se ganaba la vida como prostituta y este dato inicial es el que dispara la trama. La madre debe finalmente confirmar las sospechas que nunca quiso enfrentar sobre la ocupación de su hija, pero –y este es el núcleo de la película– la profesión devalúa a la víctima. En determinado momento la excelente Amy Ryan encara al policía y a los medios con una acusación. Por qué su hija no es “hija, hermana o mujer” y es simplemente “prostituta”. La película tiene la inteligencia de no responder a esta pregunta, ni despeñarse por el camino del policial puro y duro. Más bien su tema es el de la reacción del poder, en este caso la policía, cuando debe enfrentarse a un tema que considera menor. Las muchachas desaparecidas no tenían familia, nadie preguntaba por ellas, se las presumía trabajadoras sexuales. Eran, en una palabra el detritus de una sociedad que las atraía sin embargo a un condominio de alta gama en Long Island, que excluía a los marginales.
No es extraño que quien firma este excelente drama venga del documental. Liz Garbus es responsable de producir, entre otras, Fantasmas de Abu Graib y dirigir Que pasó, Miss Simone.
Curiosamente ambas hablaban de víctimas. La primera causó escándalo analizando el maltrato a los prisioneros de guerra en la prisión del título. La segunda se paseaba, con singular sabiduría y sensibilidad por la carrera de la enormísima y maravillosa Nina Simone. El paso al cine de ficción, para fortuna de la trama, trae consigo ese farrago de experiencia e interés por los que se encuentran del lado débil de la historia, sea esta personal o colectiva. En todo caso y aunque ya no se llame Serie B, sino cine independiente, hay que saludar este esfuerzo por la trama pequeña, por el drama desestimable a primera vista, por los conflictos soterrados que podrían pasar inadvertidos.
Chicas perdidas. (Lost Girls). Estados Unidos, 2020. Directora: Liz Garbus. Con Amy Ryan, Gabriel Byrne,Thomasin McKenzie, Dean Winters, Kevin Corrigan
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