Ignacio Gabilondo era un niño extraordinariamente despierto, inusualmente lúcido, precozmente inteligente. En las clases de 5° grado de primaria la maestra se sentía incómoda durante la hora que correspondía a la materia de Geografía, pues Ignacio se paraba al lado de la esfera del globo terráqueo y le preguntaba al azar a uno de sus compañeros de clase: dónde quedaba, por ejemplo, el país de nombre x o y. El niño señalado se quedaba petrificado ante la esfera del planisferio con sus cinco continentes dando vueltas sobre su propio eje en medio de un peculiar silencio que ponía nervioso a sus compañeros de clase y por supuesto a la maestra. El chico creció en medio de un mundo de música de todos los confines del orbe; lo mismo daba oír una «polonesa» o un «nocturno» de Chopin que una canción interpretada por «carrizos precolombinos» o una canción africana, o una música ceremonial de una danza indígena de los aborígenes de la Polinesia francesa. A los 12 años Ignacio dominaba perfectamente cuatro idiomas y pasaba, durante el día, de una lengua a otra sin mayores dificultades fonético-fonológicas y sintáctico orales para grato asombro de Francesco Gabilondo O’hara y su madre, intérprete y traductora de idiomas modernos, Argelia Dionide de Gabilondo.
Ignacio fue creciendo con una idea que desconocía la noción de fronteras. Fronteras geográficas, físicas, territoriales y, por extensión, metafísicas, psíquicas, subjetivas, es decir; ele-mentales, porque el niño Ignacio cuando apenas tenía 11 años de edad, leyó en un libro de aforismos del poeta José Antonio Ramos Sucre que: «Los hombres se dividen en dos clases: mentales y sementales». Obviamente, su acta de nacimiento, su carnet de identidad y su pasaporte indicaba una natural y necesaria nacionalidad pero, paradójicamente, su concepción del mundo y de la vida indicaba diametralmente otra cosa muy distinta. Siempre se sentía extraño, extranjero; out sider, algo así como fuera de casa siempre. En el liceo solía abstraerse cuando entonaban los himnos de la institución, de la región y del país donde residía a causa de los compromisos profesionales de sus padres. Igualmente le sucedía con la animadversión que despertaba en su espíritu las banderas de los países… Con solo oir hablar de nacionalismos y nacionalidades, de banderas y banderías, le invadía una repelente sensación de urticaria; algo parecido a una piquiña en la piel, especialmente a la altura de la caja toráxica. Cuando sus padres le notificaban que en las próximas semanas debía empacar porque les esperaba un nuevo destino en un país nuevo, Ignacio sentía un exultante e inolcultable regocijo rayano en el júbilo y ello no hacía más que ratificarle algo que ya él sabía como irreversible; en su espíritu nómada y trashumante se había instalado y consolidado una condición que le iba a distinguir toda la vida: era un eterno exiliado. Su patria, o lo más parecido a esa abstracción metafísica que envolvía el concepto de «patria» en rigor no era más que su lengua; que en su caso particular se pluralizaba en forma proliferante como un alucinante proceso de babelización destinado a multiplicarse ad infinitum. Era el único lugar donde Ignacio se sentía verdaderamente y de modo auténtico como en su casa, en su hogar, «oikos» -como le dicen los griegos- era en la lengua que en su momento le exigía habitar el sentido que la circunstancia le pidiera. El sueño de Ignacio -se repetía cuando se iba a la cama con un voluminoso diccionario enciclopédico de griego antiguo- era alcanzar el anhelado estatuto de «apátrida» y solo atisbaba un camino que, obviamente, condujera a la cristalización de tal sueño; el dominio, lo más completo posible, del mayor número de lenguas tanto de las denominadas «muertas», como de las conocidas como «lenguas modernas». Ignacio leyó en cierta ocasión, en un libro del sociólogo galo Edgar Morín, la idea transcompleja de «fronteras adiabáticas» y se sintió peculiarmente seducido por aquella intrincada y filosóficamente irresoluta idea neobarroca del episteme transdisciplinario.
Ignacio se convirtió en un viajante empedernido y cuando hubo de cumplir la ansiada mayoridad biointelectual, con la ayuda y cooperación administrativa y jurídico-legal prestada por la Sociedad Mundial de Escritores e Intelectuales sin Patria, obtuvo un «pasaporte electrónico» que lo acreditaba en las terminales aéreas del todo el planeta como «ciudadano del mundo», lo cual le exoneraba del acatamiento y cumplimiento de una serie de normas y obligaciones que prescribía a quienes ostentaban alguna nacionalidad.
Andando el tiempo, los años, las décadas, Ignacio se desreferencializó de su lugar de nacimiento, olvidó por completo sus ya lejanos y brumosos recuerdos de hábitos culinarios y gastronómicos; por fuerza de nuevos hábitos y sobrevenidas costumbres mentales y de pensamiento vióse compelido a adoptar un distraído y laxo espíritu de religiosidad sin religión, descubrió en sí mismo una festiva y carnestolenda ortodoxia de la herejía. Ignacio no era de aquí y era de allá, en rigor no era de ninguna parte, cuando llegaba a un lugar ya quería marcharse, su nombre íntimamente debía ser «búsqueda» y su norte poco menos que desasosiego. Una tarde de caluroso verano «navegaba» en su Ipad y por casualidad topó con un link que llevaba a una noticia que le cambiaría la vida definitivamente. Una empresa aeroespacial conformada por un poderoso consorcio de tecnología satelital covocaba a una un concurso para el primer viaje de «colonización» y habitabilidad definitiva del planeta rojo. Ignacio abrió el link y llenó los datos que exigía el formulario. En dos semanas tendría la respuesta en la bandeja de entrada de su i-message.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional