OPINIÓN

Un Estado de terror e impunidad

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

En el año 2004, a unos soldados que estaban detenidos en una celda del Fuerte Mara, les dispararon con un lanzallamas. 2 de ellos murieron. Otros 8 sufrieron quemaduras, de distinta intensidad. ¿Qué hizo el régimen entonces? Por una parte, desmintió a las familias de los soldados víctimas. El enorme poder institucional, político y propagandístico del régimen se abalanzó en contra de las humildes familias de los soldados. Pero ahí no pararon las cosas: acusaron a uno de los quemados de haber provocado el incendio. Autoridades militares de entonces, diputados chavistas y otros voceros del régimen se lanzaron presurosos a señalar al que habían elegido como culpable.

Los detenidos permanecían encerrados por participar en El Firmazo (hay que recordarlo: fue el proceso de recolección de firmas, entre los años 2003 y 2004, que tenía como objetivo solicitar la convocatoria de un referéndum que condujera a la destitución de Chávez; ese proceso daría origen a la llamada Lista de Tascón, que se utilizó para perseguir a decenas de miles de los firmantes: los despidieron, les negaban acceso a servicios de salud, los acosaban en sus lugares de residencia). Me falta añadir con respecto al caso del lanzallamas en el Fuerte Mara que, incluso, el régimen llegó al extremo de apresar y enjuiciar al general Francisco Usón —había sido ministro de Finanzas durante 2001 y 2002—. Estuvo casi cuatro años preso, acusado de injuriar a las Fuerzas Armadas.

Con el paso del tiempo, a la quíntuple práctica de (1) negar los hechos; (2) inventar falsas versiones, aunque carezcan de toda lógica; (3) culpar a otros —siempre inocentes—; (4) poner en funcionamiento la maquinaria comunicacional y de amedrentamiento sobre víctimas, familiares y abogados; (5) y meter en la cárcel y condenar a quien se atreva a denunciar, se fueron sumando otros métodos, que han permitido instaurar y fortalecer un régimen de terror, basado en el más imprescindible de los requisitos: ofrecer amplias garantías a torturadores, asesinos, represores y violadores de los derechos humanos, de que sus delitos no serán castigados. De eso trata el pacto, explícito o tácito, entre quienes ordenan y quienes ejecutan.

El método de mayor alcance, sin duda, ha sido el de la planificación. El régimen que improvisa y destruye en todos los ámbitos de la gerencia pública ha creado un eficaz sistema de terror. Ese sistema incluye el desarrollo, dentro de numerosas instituciones, de unidades o grupos especializados en imponer la violencia física sobre los ciudadanos. Incluye, por supuesto, dotación logística y presupuestaria.

Como parte de esa planificación se han establecido patrones de actuación, tal como han demostrado los familiares de las víctimas, las organizaciones no gubernamentales especializadas en derechos humanos y los expertos internacionales, miembros de los equipos técnicos de la Misión Independiente de Determinación de los Hechos de la ONU. Policías y militares al servicio de los crímenes del Estado no matan sin disciplina. Las ejecuciones extrajudiciales cumplen con unos pasos, siempre los mismos, destinados a ocultar o justificar los crímenes.

Es esa planificación la que ha destinado parte del presupuesto nacional al entrenamiento de esbirros, torturadores y de expertos en las llamadas acciones especiales. Junto con la preparación técnica, se los ha dotado de equipos, de procedimientos y conocimientos, por ejemplo, de cómo causar el dolor corporal más intenso y prolongado a las víctimas, pero evitando, en la medida de lo posible, dejar huellas de la monstruosidad infligida en cada sesión de tortura. Simular, ocultar, justificar —con la siembra de drogas en los vehículos de los recién detenidos o con la escenificación de enfrentamientos armados que nunca ocurrieron o con la descarada declaración de que algún detenido se suicidó—, son premisas de la formación de estos expertos criminales. A torturar se les enseña torturando.

Puesto que se trata de una “cultura”, tal como lo explicó el general Manuel Cristopher Figuera, que fue director del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional —Sebin— entre 2018 y 2019, la voluntad, la disciplina, el ejercicio de torturar y reprimir están profundamente inscritos en el ADN de ese y de otros organismos. Al extremo de que represores y torturadores, además, son premiados: los ascienden, los condecoran, les pagan jugosos bonos, reciben prebendas y elogios públicos de parte de Maduro. Diosdado Cabello los exhibe en su programa, al tiempo que los obliga a rendirle la debida pleitesía: las reverencias que el jefe de los torturadores exige de los funcionarios que integran su poderío.

Sin embargo, la persistencia de los detenidos y familiares, de activistas y abogados, ha logrado que un número significativo de casos, denunciados y documentados, crucen los muros de las mazmorras y lleguen hasta los organismos internacionales. Pero he aquí que Gladys Gutiérrez, pupila de Juan Carlos Monedero, ha emitido una sentencia según la cual los delitos cometidos por torturadores y otros feroces salen del ámbito penal y pasan al ámbito administrativo, en concreto, a la jurisdicción de los tribunales contencioso-administrativos. En otras palabras, se ha levantado un muro legal para envolver a los torturadores en un nuevo manto protector, que los aleje de los castigos que merecen.

Esta decisión no es asunto menor: consagra que, de forma mucho más estructurada, el Estado de Terror encabezado por Nicolás Maduro será también, todavía más, un Estado de impunidad. Es ante ese Estado, cada vez más poderoso y cada vez más rechazado por los venezolanos, contra el que los demócratas tendremos que continuar luchando, con todas las herramientas que sean posibles y necesarias.