OPINIÓN

Un encuentro con Rómulo

por Fiorella Paraguaima y Frank Gavidia Fiorella Paraguaima y Frank Gavidia

Es 22 de febrero. Las bajas temperaturas despuntan en torno a los pórticos suizos. Estoy en Berna. Acudo como cualquier persona invitada a una celebración. Al abrirse la puerta, el hogar aparece frente a mí impregnado de un calor que se asemeja al de Venezuela. Más bien un frescor, como el que se respira al atravesar los zaguanes de las casas de antaño, tal como sucedía en la casa en que vivía la Ifigenia de Teresa de la Parra, cuya estructura poseía grandes ventanales que daban la vista hacia verdes árboles y flores de hermosos colores.

Dentro de la casa bernesa veo en el fondo de la sala un conjunto de personas conversando en actitud amistosa. Un hombre me saluda entre ellos. Se trata de don Rómulo, quien encabeza la tertulia mientras habla para sus invitados. Por varias décadas, como algunos otros personajes que también fueron destacados funcionarios en su país, se dedicó con pasión a la actividad política. Luego, decidido a retirarse de la intensidad de la polis, se instaló en el descanso y nuevamente en el exilio. Esta vez para aguardarse una ensenada de largas horas de observación, desde la propia reflexión a lo que se devela con la mirada puesta sobre el mundo.

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Ciertamente es la primera vez que miro su figura en persona; ¿o acaso debería pensarse que es solo imaginación? Es el mismo tipo de los retratos y esculturas

que vi con anterioridad en alguna parte. Luce como siempre, vestido muy formal, con saco y corbata, con sus habituales lentes de pasta negra y con una mirada que parece conversar todo el tiempo con el interlocutor.

En su fiesta participamos disertando sobre temas políticos nacionales. Aunque mi concentración se desvía, y a ratos, miro de vez en cuando hacia la mesa y veo que están el pan, la bebida, otros pasapalos y algunos dulces, entre los cuales, hay algunos bastante conocidos en nuestro país, como el bienmesabe y el majarete. Mirar hacia la mesa es también extrañar.

Cuando nos levantamos, nos situamos frente al pastel. Allí vemos la vela iluminarse de forma vivaz. La vela llamea entre azul y amarillo en la penumbra y todos los invitados, atraídos por esta, callan. Las manos permanecen aún quietas, estacionadas frente a la mesa. El salón se sumerge en un minucioso y místico silencio. Las miradas se postran permaneciendo fijas en la luz, en su tambaleo suave, en la expectativa que se distiende cuando comienza a entonarse el canto de cumpleaños. Las voces entonces suenan altisonantes al  compás de este ritmo e impregnan el vacío del pequeño hogar bernés.

Don Rómulo tan solo escucha y nos observa a nosotros, sus compañeros, que le aplaudimos y le cantamos (Hay que noche tan preciosa, esta noche de tu vida…). Sin embargo, no es mucho lo que tarda en divisar luego la vela y hundirse  en ella.

En sus ojos se ve el reflejo del fuego en su vaivén. Permanece en silencio ante la hermosa luz, como si lo que viera en su lugar fuera una película. De repente en su expresión se dibuja una ligera nostalgia. Y para mis adentros me pregunto cómo es posible que los recuerdos, que son como barcos abandonados, naveguen tan rápido y tan autónomos desde tanta enredadera, y sin importar cuán distante se esté en el camino, de un solo golpe se asomen y derroten el olvido.

Siempre que una imagen nos lleva de esta zona cristalina a otra menos cristalizada nos arroja en su propio espejo de ensueño. Una imagen que se nota

en la mirada, en el menor fragmento temporal posible, que aparece en el consciente y nos sacude. Pero es poco perceptible que don Rómulo ha sido sacudido. Quizás alguno de nosotros ha podido notar que ya no está presente en la mesa y que se ha trasladado, en fracciones de segundos, de Berna a Caracas y, de allí, a la Generación del 28, la cual irrumpe en él descorriendo sus cortinas como si fuera un déjà vu.

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Esa Generación del 28 son sus compañeros que desfilan en la Semana del Estudiante. Don Rómulo los ve pasar como pequeñas postales: todos van en tropel en busca de sus actividades  de encuentro. Van sonriéndole a febrero con el corazón tímido, y a la vez, encendido en llamas de emoción, pues el  alma cuando se siente comprometida con la tierra natal se agarra fuerte a las raíces de la esperanza. Van pronunciando discursos, recitando versos y cuando pasan frente a las estatuas de las plazas, se quitan el sombrero en honor a sus próceres, al gentilicio, al futuro. Van con un libro en sus manos y un ímpetu de búsqueda del saber cómo es lo natural en las juventudes: ser semilla que crece, y más tarde, tallo en movimiento que ve florecer sus ideas.

Claro que don Rómulo Betancourt también era un joven de liderazgo. Su nombre, que estaba entre los nombres de aquella generación, se había colado en las asambleas de estudiantes y desfilaba. Ya en aquella época, si se gastaban las suelas en las calles, era porque en determinadas circunstancias se debe oponer resistencia y pensar diferente o ajustarse al destino que se labra con indiferencia.

La evocación de estos estudiantes reunidos en las plazas no se agota sola en la imagen que tiene capturado a don Rómulo. Más allá aparecen las aulas donde él, jovencito, acudía para escuchar a sus profesores. Fernando Paz Castillo, Rómulo Gallegos, José Antonio Ramos Sucre, Caracciolo Parra; imposible olvidarlos. Con ellos se condujo en el estudio y en la lectura diaria. Y hasta, algunas veces, se atrevió a escribir. Luego recuerda los días de trabajo arduo

junto a su padre. Mas en sus tiempos de exilio, viene a su memoria que la lectura fue su mejor aliada. Con ella pudo mitigar los dolores de no tener al país natal cerca; además, le sirvió para conducirse en la vida y para dedicarse a lo público, así como, para construir el pensamiento que dio forma a sus obras. Luego se hizo político, periodista, fundó un partido político conocido como Acción Democrática y fue dos veces presidente de la República de Venezuela. Como impulsor de los valores democráticos, lo llamaron “padre” de la democracia.

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En el momento en que don Rómulo Betancourt despierta de su sueño y vuelve con nosotros, con un gesto tímido sopla la llama y la vela queda apagada. Solo un ligero hilo de humo aún se desvanece. Cada quien recibe su pedazo del pastel y ocupa sus asientos. Luego se reanuda la conversación: nuevamente temas nacionales, política exterior, sociedad.

En don Rómulo todavía se nota una sonrisa después de haber recibido efusivos abrazos de felicitación. En las manos sostiene su platillo con una deliciosa porción del postre, la cual va masticando en pequeños bocados. La quijada se mueve lentamente y en el paladar degusta el dulce.

Cuando se distrae vuelve la mirada hacia su pequeño salón. La puerta, entreabierta, deja ver una biblioteca repleta de libros de todos los tamaños y colores, una mesa en la que reposan una pila de hojas desordenadas, una pipa, una máquina de escribir. En la silla que está frente al escritorio, solo faltaría él que, si estuviera allí, se vería en el asiento como alguien que está hundido en sus cavilaciones; pero a la vez, se vería como el orador que, luego del exilio, se detuvo en una tarima para hablarle al pueblo. Y también se reflejaría al escritor (de Venezuela, política y petróleo), sin perderse de vista al político ni tampoco al joven que marcha decidido a la plaza. Aunque al final solo aparecería sentado el hombre que después de haber vivido, está lleno de experiencias.

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Al igual que en esta fiesta, en los primeros años de la década del 2000, yo me recuerdo observando a don Rómulo Betancourt en un retrato. Me sentaba en los últimos puestos de un salón de reuniones, con los hombros encogidos y mi sonrisa tímida. Mientras tanto en el recinto, en los puestos de adelante, los políticos disertaban sobre política. Mi madre, a quien yo acompañaba, solía asistir a estas reuniones como militante, para desarrollar proyectos que tendieran la mano a la gente de su tierra merideña. Mi madre en la actividad cívica del salón. Yo en los últimos puestos, contemplando. Entonces observaba en las paredes, pintadas de blanco, todos los lienzos colgados: el de Simón Bolívar, el de Rómulo Gallegos, el del poeta Andrés Eloy Blanco, que me decía desde una placa de metal, sus palabras: “Torno a  mirar hacia  el camino  andado…  mi  marcha  fue una marcha de soldado, con paso vencedor, a todo estruendo; mi alegría una  bárbara alegría…”.

Al retrato de Andrés Eloy Blanco le seguía el de él. En la pintura aparecía con la mirada sostenida hacia el frente, hacia un frente que podía ser la ventana, la tertulia, hacia el país, hacia mí. Indescifrable para cualquier niño o niña de nueve años. Suficiente para yo saber lo que quería: un país como el suyo o mejor. Uno que no estuviera secuestrado, ni triste, ni hambriento. Ni tampoco lleno de injusticias. Ni un país difuso, con calles oscuras. Sino un país en el que llueva toda la luz, al estilo de Cecilio Acosta, todo el conocimiento, toda la prosperidad y el entendimiento, para regar así todos los campos venezolanos.

 


Fiorella Paraguaima Sanz 

Poeta y abogada egresada de la Universidad de los Andes (Mérida, Venezuela). Cocreadora del espacio Poetry4freedom.

Frank Gavidia Salas (fgavidiawriter@gmail.com)

Activista. Estudiante de Justicia Criminal en el Colling College (Texas, Estados Unidos). Director de Relaciones Institucionales de Proyecto Ciudad A. C. (Mérida, Venezuela). Cocreador del espacio Poetry4freedom.