Existen variadas definiciones sobre lo que es una nación, aunque todas hacen referencia a un conjunto de personas que se encuentran unidas por vínculos comunes como son la raza, la cultura, las costumbres y las tradiciones, que van conformando su historia dentro de unos límites geográficos, pero fundamentalmente por compartir la misma lengua que, a su vez, se utiliza para construir y unificar a la nación, a sus valores y a su historia. Esa lengua se transforma en lenguaje político, herramienta fundamental para lograr un pacto social, que es el resultado de la dinámica democrática expresada en acuerdos sobre estrategias y soluciones colectivas, que aglutinan las individualidades en una causa común, en un destino común de nación. El lenguaje político es la expresión de una conciencia de Estado para enrumbar la nación, independientemente de las ideologías y tendencias que convivan en su interior.
Contrario a esto, en Venezuela desde hace 23 años predomina un lenguaje reduccionista y excluyente, típico de los totalitarismos de todo cuño. Un lenguaje de odio que divide y fractura en vez de unir. Un gobierno, conformado por una minoría inepta y corrupta, ha impuesto los estrechos límites de su visión del mundo a toda una sociedad, asfixiando las palabras de sus adversarios políticos, hostigándolos, asesinándolos. Pero lo más perverso ha sido la demolición del lenguaje político, con su desaparición se extinguieron la democracia y su sistema institucional de libertades, de progreso individual y colectivo en medio de un despropósito pervertido, desatinado y nihilista.
La violencia, el avasallamiento y la indignidad conforman la sintaxis de un lenguaje onomatopéyico, coagulado por los resentimientos, adornado con dogmas anacrónicos y conjeturas confusas, de eslóganes y mentiras, arremetiendo contra la construcción de la verdad social que debe ser el producto del conjunto de subjetividades que la conforman. Un lenguaje de improperios para deshumanizar al adversario político que ha incitado a los ejecutores de la represión, torturas, asesinatos y masacres a invertir el sentido del crimen como un acto de profilaxis. Un lenguaje propio de la psicopatía política del comunismo, del fascismo y de los totalitarismos de todo cuño, que utilizan la retórica del odio como una política de Estado. Según Jean Pierre Faye (Langages totalitaires, Hermann, París, 1972), el lenguaje totalitario es de por sí limitado debido a la exclusión que hace del resto de la sociedad que no piensa como su emisor. Es un lenguaje pervertido y destructivo debido a la ilegitimidad y deshumanización del individuo que trata de imponerlo, pues para lograrlo debe recurrir a la violencia contra la voluntad de los otros, despreciando su dignidad, conduciendo al colectivo a espacios pre-políticos, pre-sociales, primitivos.
El sociólogo Ernest Gellner sostiene que dos personas son de la misma nación si comparten la misma cultura, entendiendo por cultura un sistema de ideas y signos, de asociaciones y de pautas de conducta y comunicación. Entonces, el lenguaje actúa como denominador común de la identidad, es decir, es el instrumento indispensable para construir una visión del mundo y orientar el devenir de una nación. Pero, desde hace dos décadas el régimen, sin excepciones, utiliza un discurso envilecido, desde los interminables monólogos cargados de improperios en los reality shows de Chávez, los mazazos de Diosdado o los desatinos mentirosos de Maduro, sostenido por la ignorancia de su apparátchik, una comunicación que solo expresa las limitaciones y pobreza mental de sus emisores, conduciendo a la sociedad venezolana a la crispación. ¿Cuál es su visión de nación? La respuesta es lo que Ludwig Wittgenstein acertó al afirmar: “Los límites del lenguaje son los límites del mundo”.
En este presente desacertado y dramático que vive Venezuela, los cogollos partidistas se mimetizan con la casta de salvajes que somete al país en un dramático despropósito, por lo que la tarea más urgente es la de ensamblar las individualidades para reconstruir el escenario político venezolano. Habría que comenzar por superar la pobreza mental imperante durante todos estos años (no hablo solo del chavismo) y buscar un terreno común para el establecimiento de unas reglas de juego claras para salir del cul-de-sac donde nos han conducido el régimen y la estrechez mental de algunos “dirigentes” de la llamada “oposición”. Esperamos que surjan voces y nuevos liderazgos. Esto solo será posible con la participación y voluntad política de mentes lúcidas que decidan corregir el rumbo incierto que ha predominado hasta el presente.
Una nación es una permanente dinámica de construcción humana. La construcción de una nación es la suma del aporte de las narrativas individuales, de las convicciones, fidelidades y solidaridades de cada uno de sus ciudadanos (Gellner). Para la supervivencia como nación se hace necesario suplantar la estrechez de ese otro discurso que, unos y otros, nos han impuesto hasta ahora por una visión y un discurso que motive la sinergia de todos los venezolanos y que sea capaz de construir una causa que nos conmueva y nos movilice permanentemente en la defensa de la democracia, de los derechos humanos, del progreso, de la libertad, la igualdad y la justicia social, de hacernos sentir orgullosos de pertenecer a una nación digna en el contexto global del presente. Un discurso que incluya los sueños y sentimientos de aquellos que han emigrado o han sido encarcelados, torturados y asesinados por ansiar la democracia. Un discurso unificador que transmita conceptos, ideas, estrategias y convicciones. De acuerdo con George Steiner “no nos quedan más comienzos”, por eso, a la esperanza hay que ponerle nombre, ideas y programas, para hacer posible el renacimiento y la reconstrucción de la nación a la que aspiramos y merecemos. Cada día que pasa se hace más urgente ese discurso.
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