OPINIÓN

Un desierto nevado

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

Las huellas de sus pasos en la nieve permitieron a la policía detectar la presencia del primer hombre invisible del cine y abatirlo. Dispararon a un espacio vacío encima de las huellas y las balas encontraron su cuerpo amparado en la invisibilidad. Entonces, también por primera vez en el cine, los espectadores vieron asombrados cómo iban apareciendo sobre la blancura de la nieve la sangre y el cuerpo de lo que había sido, hasta ese trágico instante, la más rotunda inexistencia. Comenzó a aparecer una forma humana, músculos, un sistema circulatorio, una materia orgánica hasta que surgió el rostro de Jack Griffin (Claude Rains), el actor protagonista del filme dirigido por James Whale en 1933. Dos años más tarde estaba yo naciendo en la apacible Caracas de apenas 200.000 almas.

La nieve por su intensa y cegadora blancura es símbolo de pureza y por el hecho de caer del cielo adquiere el poder mágico de lo celestial. Sus copos, al caer son suaves, es lluvia pero más hermosa que la propia lluvia; se convierte en hielo, pero al cabo de algunos días se vuelve barro y fealdad, algo sucio y repugnante, como si volviera Arthur Rimbaud a sentar a la belleza en sus rodillas para encontrarla amarga e injuriarla.

En el desierto, en cambio, reina el sol no como energía de vida sino como un fulgor que ciega y provoca desfallecimiento y muerte. Su ardiente y permanente sequedad se compara o asocia con el reino de la espiritualidad y de la abstracción. Es en el desierto donde el ermitaño encuentra la pureza de su beatitud, san Antonio el valor para defenderse de las ofensas de figuras infernales y el propio Jesucristo las tentaciones de Lucifer. ¡Es limpio!, reconoció Lawrence de Arabia al referirse al desierto que lo hizo famoso. La nieve no existe en el desierto. Resulta inimaginable vincularla con la agónica sequedad del océano de las ardientes dunas. No hay lluvia, mucho menos convertida en suaves copos de nieve sino arena. Espacios de peligrosa y mortífera soledad.

Sin embargo, a dos horas en automóvil, por excelentes y bien mantenidas autopistas y carreteras y sin salir de Los Ángeles se extiende el Anthelope Mojave Desert en South California, un insólito desierto cubierto de nieve en su vasta totalidad. Lo más desconcertante es que en él se levanta la ciudad de Lancaster con casas de hermosos diseños y una universidad. Un desierto cercado de suaves colinas que aspiran a ser altas montañas igualmente cubiertas de nieve. ¡Es algo asombroso! Luego, en su inmediata cercanía se encuentra el desierto del Mojave: 124.000 kilómetros cuadrados que invade amplias zonas de Arizona, Nevada, Utah y el célebre Gran Cañón, rodeado además por otros desiertos como el de Sonora y de Colorado. El Mojave ha servido de locación para el rodaje de filmes y lugar de grabación de musicales. La historia que lo prestigia es bella: la de un gigantesco pájaro de alas blancas que se posó en las aguas que alguna vez cubrieron el lugar. Dice la leyenda que cuando desaparecieron las aguas solo quedó en pie un árbol seco. Un solitario explorador en 1847 escuchó decir a unos indios que un barco permanecía anclado en el desierto. ¡Las alas del pájaro, pensó el explorador, podían ser las velas y el árbol seco el mástil! En el Mojave también se encuentra el Valle de la Muerte!

Pero el Anthelop Mojave Desert no niega la vida, por el contrario, la vida futura se remueve en él de manera incesante porque varias zonas permanecen cubiertas de placas producto de una avasallante tecnología que permite obtener con ellas lo que le piden al viento: energía eólica, y está activa una universidad dispuesta a conocer y manejar el  futuro.

Fui al desierto de Antehelope Mojave porque quería conocer y constatar la insólita existencia de un desierto nevado e imaginar un barco hundido en la blancura de lo imposible; hacer con mis manos un muñeco de nieve, protagonizar una batalla de bolas de nieve con Edgar Larrazábal, Elizabeth Baralt y mi hija Valentina, y recorrer en automóvil calles trazadas en pleno desierto.

Acepté maravillado que es cierta y tangible la belleza de lo imposible; que hay poesía en la peligrosa y temible sequedad y aridez del desierto. Pero hay, más allá, la poderosa e inexplicable beldad o hermosura de un desierto nevado.

Los ermitaños y los demonios de las tentaciones han amado con igual deslumbramiento la perfecta y abstracta soledad del desierto y en Jerusalén se escucha durante la noche la voz del viento que brota de esa misma soledad. Pero mayor es el prodigio de ver la nieve cubriendo la sequedad de un desierto y la más portentosa de las maravillas sería ver a   nómadas árabes aventurándose por dunas de intensa blancura.