OPINIÓN

Un dedo vacío, y abisal

por Karin Taylhardat Karin Taylhardat

Aun siendo imprecisos, y aunque se asemeje esto a una larga metáfora dentro de la vida de los siglos y milenios que llevamos a cuestas, este dedo lleva muchísimo tiempo sobreviviendo muy convencido de lo que señala, decide y sofoca. Ensoberbecido. Da igual la cultura, el siglo, el continente, la ideología o religión, persevera en limitar, embaucar y reconducir. Pesa ya demasiado dentro de las décadas, reorganizando lo que fluye o no, e incluso cree controlar el tiempo que tienen dentro las horas. La presión que ejerce es excesiva, pero más alarmante es su laxitud. Esta sencilla ideal visual se apropia de un razonamiento sin la necesidad de validar lo que apunta, pues puede inventarlo, desdecirlo o autorizarlo. Cuando ese dedo consigue indicar la anomalía, ha señalado tanto, y por tanto tiempo, que ya ni se le presta atención; es la fábula misma, es Pedrito y los lobos alrededor, o es García Márquez narrando ese dedo por donde se va desangrando una vida (sin que nadie le preste atención) durante un viaje de Madrid a París, y de cómo es arrasada en muy poco tiempo una sociedad. Ya se sabe que ese dedo sufrió solo un pinchazo…, del inofensivo tallo de unas rosas muy diplomáticas. Y casi de inmediato, todos dormitan en ese tejido lastimado. Es muy silencioso, además de veloz, y un gran simulador que ensaya su mejor pose de rueca, sin necesitar, de nuevo, ningún resultado, pues son incuestionables sus acciones.

Un sólo dedo es capaz de secuestrar los instintos y acallar cualquier avance, e incluso establece una pertenencia, una usurpación, una especie de secuestro general. Ese dedo puede estar anclado a un siglo pasado, usar palabras y conceptos ancianos y está tan atrofiado que ya nada pulsa, aunque se considere muy activo, actual y ágil para amedrentar. Ocurre entonces que solo cliquea y cliquea sin necesitar nada más, todo lo utiliza, desangra en su propio beneficio sin inyectar nutriente alguno, abusando a extremos inenarrables, y recurriendo a transfusiones rápidas que aportan una vitalidad momentánea, casi exangüe.

Los dedos ya han sido ideogramas de casi todo, de la paz, de la igualdad, de la burla, del insulto, de la superioridad, de la victoria… El razonamiento del dedo se concentra en opacar la alteración más que en comprenderla, y además oculta qué lo alimenta mientras vacía, y qué nutre mientras simula sanar, avivando rescoldos antiguos o enviando a muchos en dirección contraria al viento, sin evidenciar ni el daño ni la cura ni el hospital. Además. El dedo inventa el miedo donde todo sucumbe, puede tragarse la mano y la razón y las líneas, todas, de la vida. Dicen que es un trauma, y es lógico que suceda esto cuando la ideología —que acaso sea lo pensado una vez se atrofia— señala sin resolver, y ciega situaciones para de nuevo ocultarlas, así que engulle cualquier intento naciente y urgente. Además, su obligada desmemoria fabrica constantemente un presente. En todo esto, ocurre también que el dedo parece limitarse a un cómodo espacio y por esa razón presiona sobre contadas opciones, también muy arrasadas ya. El resto de lo que requiere o precisa accionar, es apariencia, pues hace creer que está ocupadísimo en cuestiones de gran altura y hondura, cliquea así sobre un vacío que nada activa, y no es capaz (ni lo pretende) de contener la hemorragia a la que nadie presta atención, pues es un ‘poco a poco’, es  vida segada aquí y allá que ni suma ni resta en ese invisible mundo totalizado —además de acotado—.

Esa indefensa y desnuda falange es capaz de indicar, en una fracción de segundo y con su capacidad binaria, el paredón donde se ejecutarán a cientos, es el que hace desaparecer en los submundos, define además quiénes progresan y los que son detenidos o bombardeados, y es el que religiosamente bendice su propia autoridad. Es el mismo dedo que, llevado a los labios, impone un silencio, es el que luego se enhebra a un gatillo para detonar, y el mismo que aprieta botones de muy diversos colores, y el que reacciona a no se sabe qué alarmas y urgencias y peligros. Es un dedo atroz que también sabe acosar y despellejar caramelos. Si viviéramos ya en el siglo XXIII, y esto se llevara a la ficción o anticipación (literaria o fílmica), es posible  que futuros pensadores terminen por plantear, y hasta  recomendar, la amputación de este dedo nada más nacer. Pero tampoco esto serviría, pues diferentes culturas ya han variado de dedo, y un pulgar arriba o abajo también arrasó a su alrededor.

Esa cantidad de dedos que, siglo tras siglo, han indicado un poco lo mismo y que se han retado a duelo, escrupulosamente enguantados para no dejar huella, más o menos adornados (anillados o no), muestran la deformidad del tiempo, la grieta que los soporta, y un pulso muy vacilante de temperamento pavoroso, que no cede en acusar; recodifica qué arañazo se pasa por alto, cuál permanece o reconstruye y qué dirección tomará, un día cualquiera. La propia América fue descubierta por un dedo que la señaló. Dicen, se cuenta, que desde aquel momento comenzó a desangrarse (los historiadores sitúan esto en unas fechas algo más atrás), pero lo que no cuenta el dedo que ambicionó la riqueza es que, en la actualidad, la violación, el despiece  y el saqueo de esta tierra avistada sigue siendo atroz y que para nada importan las vidas en este siglo, pues hay que centrarse en las anteriores, recurriendo a su mundo de santas ideologías llevadas a procesionar para emborronar y  dispersar. Mientras, todo se desangra alrededor. En este enero próximo, que será un viernes, y ya en 2025, avanzado un cuarto del siglo XXI (bastante devorado ya), veremos si toma posesión un ideograma distinto, que ya está ahí, y que es un poderoso latido mediador.  Tan solo necesita menos culto al dedo, algo de tierra que conserve su pulso natural, y comprender que el ensueño anterior es el abismo de cada vacío actual.