Alguien preguntó: “¿Cuánto cuesta hoy un cochino en pie?” y el sujeto que estaba a su lado respondió de inmediato: “¡Lo que cuesta el dueño del cochino!”.
En la flecha veloz de la ingeniosa respuesta surgió la imagen del país venezolano bajo la impertérrita y delictiva dictadura militar del socialismo bolivariano. Nuestras vidas poco valen en la misma medida en que el valor de un dólar roza casi los 2 millones de bolívares o se iguala al costo de una ráfaga de perdigones que el guardia nacional o el policía desalmado dispara a la cara de un adolescente que protesta en defensa de sus derechos civiles.
Siempre creímos que el país venezolano, petrolero y dueño de riquezas del subsuelo era un lugar dichoso, pero la verdad nos abofeteó cuando amanecimos pobres aquel viernes negro de Herrera Campins. Pero una cosa es ser pobre teniendo petróleo y otra es serlo entre escombros, acosos de hambre, diáspora y gasolina podrida, tratando de sobrevivir en un país en ruinas agobiado por un régimen que jamás acepta la monstruosa equivocación de empantanarse en un patético socialismo de izquierda desquiciada.
“El sentido simbólico de las ruinas, dice Juan Eduardo Cirlot, es obvio y literal. Significa destrucción, vida muerta. Sentimiento, ideas, lazos vividos que ya no poseen ciclo vital, pero que todavía existen, desprovistos de utilidad y función, en orden a la existencia y el pensamiento, pero saturados de pasado y de realidad destruida por el paso del tiempo”.
Sin embargo, es algo contradictorio: mantener intactas las ruinas de Pompeya cuesta mas al Estado italiano que volverla a levantar como si la ciudad no hubiese sido destruida por el volcán que todos creían apagado.
“Las ruinas, concluye Cirlot son un símbolo equivalente al de las mutaciones en lo biológico”.
Y es justamente lo que mas estremece: sentir que ciudades que fueron excitantes y altaneras son hoy lugares yermos, oscuros, sucios y degradados. Como si fuesen seres amputados. Por eso nos sentimos ciudades arrojadas al margen porque constatamos la ausencia de vida y alegría en nuestros cuerpos y en nuestros ánimos y descubrimos que ya no hay lágrimas en las abrumadas miradas que recorren las plazas desiertas, las calles apagadas y silenciosas con vestigios humanos rebuscando algo de comer en las basuras mientras pasan violentos transportes militares y gentes menesterosas, tristes o rufianescas invaden edificios semiabandonados y muestran en las ventanas que dan a la calle el vulgar desconsuelo de sus miserias.
El país venezolano hace esfuerzos y se entristece al verse caer convertido en ruina y escombros. En espectral despojo de la gloria que alguna vez pretendió o quiso ser. En la hora actual sigue preguntándose qué pudo haberle pasado para acabar en lo que hoy, bajo la chabacanería socialista y el narcotráfico, tanto nos perturba y agobia.
Quiere saber cuánto cuesta un cochino en pie, pero rehúsa aceptar que de una u otra manera todos somos culpables de la ruina en que nos estamos convirtiendo. Una desacertada distribución de las riquezas, la ambición personal de algunos dirigentes políticos, las omisiones y negligencias surgidas a lo largo de cuatro décadas de frágil continuidad democrática y los excesos de los cogollos socialdemócratas y socialcristianos; la abulia y apatía de muchos de nosotros.
La diferencia que se establece entre los energúmenos que despóticamente se asoman en los balcones del régimen militar y quienes se oponen a sus extravíos es que nunca serán ellos los responsables de lo que ocurre. En la psicología del tirano la culpa propia no existe. Hoy, raramente se escuchan los opositores desplantes de nuestras voces en las aceras de enfrente. Para el régimen somos los únicos culpables de ser los escombros en los que voluntariamente hemos decidido convertirnos.
Yo mismo traté de evadir cualquier asomo de responsabilidad pero mi mujer, acalorada, me hizo ver que soy tan culpable como los demás de la presencia de Hugo Chávez porque en una época fui amigo de camino del Partido Comunista señalado por haber sembrado en el Ejército, con plena intención desarticuladora, una semilla perturbadora. La semilla germinó y de ella nació y nos humilló el comandante que al nomás morir se transformó en pájaro belicoso. Mi mujer me hizo ver que en el propósito e intención de sembrar aquella semilla hubo alguna responsabilidad mía y tuve que aceptar que tenía razón. Así, pues, de manera no deseada soy responsable de mi propia ruina. Es decir, en mi secretísima historia (¡y en la de muchos de nosotros!) ¡no valgo ni siquiera lo que podría valer hoy el dueño del cochino!