OPINIÓN

Un clima extraño

por Carlos Sánchez Torrealba Carlos Sánchez Torrealba

Quien mira hacia afuera, sueña. Quien mira hacia adentro, despierta.

Carl Gustav Jung

Vigilantes, cautelosos, salimos del teatro con un clima impreciso, como en una mañana londinense, una tarde en una playa limeña o un amanecer de invierno santiaguino; expectantes, sorprendidos por las emociones que nos había dejado el trabajo de mesa en la lectura de un texto histórico de autor anónimo y tinta caliente, cito:

“Un clima extraño…

(Fragmentos sobre La embestida de los Novecientos y pico y del encierro de los bichos de su madre. Circa 1952 MMXXI)

…históricamente, hay días en los que el país amanece más inflamado que otros… que otros síntomas, que otras regiones, otros países, que otros días y otras noches… ¡Hemos pasado por pandemias, cuarentenas, sin vacunas para todos, más lamentaciones, más acciones especulativas, emociones contrastantes, reflexiones con reacciones inmediatas y viscerales, temores! Eso es lo que se consigue. Al país nacional -de ganas y gestos libertarios sin claudicar- le han tomado, entre espesuras y amarguras atmosféricas, la peste y una renovada antigualla política, dizque ¡Se juntaron un roto con un descosido! A la herida le han puesto sal. Se escuecen el corazón y la piel del alma. Hasta las delicadas fibras nacionales siguen lastimándose. A los males terribles generados por unos cuantos menguados se le han sumado peores mayores. El retroceso es notorio. Han pasado más de una y mil noches al aire desde que comenzó la pesadilla como hazaña triunfal. A lo lejos, novecientos y pico jinetes envalentonados, en dirección este-oeste, atraviesan el cerro y vienen rampantes con sus armaduras y sus ímpetus heroicos a toda mecha.

En otro lado y en mitad del momento una radio canta un bolero entrañable: A las seis es la cita, no te olvides de ir. Tengo tantas cositas que te quiero decir. Al caer de la tarde, cuando se oculte el sol, nos hallará la noche hablándonos de… Una mano peluda le da un manotón a la radio que se estrella contra el suelo. Violencia sobre violencia, la guadaña se pasea junto al martillo despiadado en un vaivén azaroso con el que cualquiera puede morir golpeado, decapitado, baleado, demolido, expropiado. Crímenes sin castigo.

Lo más temible y lamentable es la multiplicación de los portadores de la siega. Como creídos legítimos y empoderados clones de un mismo infame, violento y cruel, se han desperdigado por el territorio que se lo reparten a sangre y fuego, expoliando, animados por quienes se han dado cita en torno a las añejamente trasnochadas monsergas importadas de librito y la improvisación, que gustan mirar la faena sangrienta desde las gradas presidenciales del coliseo refrigerado. Afuera, sirenas de patrulla y otras estridencias de ambulancia ululan junto a rítmicas canciones insepultas de un género de cuyo nombre no quiero acordarme pero que deambula a toda mecha, horrorosa. La ola violenta levanta como cuero seco, enorme, por aquí y por allá, como siempre, como antaño, como repetición -ad infinitum et ad nauseam-.

En medio del miedo que han dispuesto, el ciudadano de a pie apura cada vez más el paso para encontrar el agua, la comida o el combustible antes que empiecen toques de queda. Se encuentra la señora con su vecina y la conversa afectuosa es ágil y a distancia, cariños y cuídese por ahí. Una bala anónima pasa rozando una oreja. Otra bala loca va a dar al pulmón de una reciente quinceañera. Unos cuantos prosiguen en sus diarias faenas, en sus gestas cotidianas, como personas normales, decentes y hasta risueñas. Hacen mayoría, hacemos mayoría, somos mayoría, siempre hemos sido mayoría. En el ínterin, un transeúnte pasa frente a una barbería solitaria donde hay otra radio encendida en la que se puede escuchar un solo canal, un solo y maniobrado mensaje, un loop de bienestar aparente, una sola propaganda hecha por cangrejos y alacranes… ¡Cuidado si atraviesa la avenida sin mirar a los lados o si hace algún comentario adverso al régimen! ¡Nunca se sabe dónde hay un delator! Se multiplican las alcabalas del matraqueo perenne y ranciamente añejo. Los estudiantes siguen atendiendo compañeros heridos, banderas librepensadoras, estudios y hasta buenas calificaciones vía correo mocho. Se quema de nuevo la universidad como tantas otras que han sido incendiadas, como tantas bibliotecas. Los académicos insisten en su labor pedagógica a como dé lugar, en la tenacidad de vencer la sombra. Milicos y policías de uniforme o de civil, bandas, siguen persiguiendo y disparando sin preguntar, despojando, calcinando. El asco y la náusea flotan como una calima. ¡Qué sofoco!  Más cerca de su objetivo, novecientos y pico jinetes ya vienen bajando con sus armaduras y sus ímpetus heroicos a toda mecha.

Por encima se eleva el papagayo de un niño montado sobre una platabanda y por encima los gritos de su mamá para que se venga para adentro y por encima una ráfaga de novecientos y pico de tiros y unas detonaciones de nombres extraños mezclados con nombres patrióticos que revientan desde la esquina del coliseo. Todo aquí es tan arbitrario y absurdo que hasta los redondeados coliseos tienen esquinas. El estruendo sigue y prosigue. El reloj de la catedral marca las seis. Ya no se sabe si de la mañana o si de la tarde. A las seis es la cita, no te olvides de ir. El estruendo aumenta. Un sol rojo se despide entre la bruma de grises. Sube el estruendo hasta las gradas presidenciales donde están todas y todos muy bien apoltronados, canosos ya, cansados y precisamente así era como querían encontrarlos. No se los llevará la peste, no. Han llegado los novecientos y pico de jinetes con sus armaduras y sus ímpetus heroicos a toda mecha. Armados hasta los dientes -como se lo facilitaron- han llegado a buscarles los creídos legítimos y empoderados clones de un mismo infame, violento y cruel, sus clones de otras siglas con el dolor de la traición, el estruendo del revanchismo, el odio aprendido, remachado y tatuado, el olor a pólvora, a gases asfixiantes. Es duro. Pero, ya lo dijo Heráclito, el carácter es destino… De lo lejos viene una antigua melodía muy poco conocida. El trovador canta con su cuatro a viva voz: …Este dolor callado que la noche propicia, encuentra al fin amparo. El consuelo de llorar sin miedo en el silencio… Larga es la noche, lenta agonía, oscura espera…. y, sin embargo, bajo el pesado manto de sombras, también se esconde el seguro camino de la aurora…

Siempre amanece”.

Fin de la cita.

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