En la pequeña ciudad estadounidense donde vivo actualmente, a cien kilómetros al norte de Nueva York, en el condado de Putnam, al pie de los Apalaches, una región de lagos, montañas y bosques, la gran noticia de la semana es la apertura de la caza del pavo salvaje. En esta región boscosa hay tantos pavos que la caza solo está permitida brevemente, durante quince días, para evitar matanzas. Además, para que los pavos tengan posibilidades de sobrevivir, únicamente pueden cazarse con ballesta. Así que estoy rodeado de vecinos cazadores vestidos con trajes de camuflaje y armados con ballestas medievales. ¿Pero se habla de las elecciones? La verdad es que no mucho. Mi comunidad es abrumadoramente republicana, todos blancos, cristianos y bastante conservadores. Los únicos monumentos públicos del lugar, aparte de las casas individuales –no hay bloques de apartamentos–, son las iglesias evangélicas, que he renunciado a intentar contar, más dos sinagogas rivales, ortodoxa contra liberal, para una población judía minúscula. Las pocas minorías étnicas representadas son artesanos de paso, todos de origen mexicano. Es imposible prescindir de ellos porque cuidan los jardines y las casas, pero no viven allí y la escuela local no admite a sus hijos. Votantes republicanos, por tanto, pero no necesariamente fans de Donald Trump. En realidad, la mayoría de mis conciudadanos distinguen claramente entre el extravagante personaje que les pedía su voto y su tradición política, que va mucho más allá de las elecciones presidenciales del momento.
Para la mayoría de los ciudadanos en Estados Unidos, votar por los republicanos no significa necesariamente ser trumpista; significa ante todo ser conservador, es decir, manifestar apego a una identidad, a un país idealizado que permanecería inmutable, protegido frente a una inmigración excesiva y aún más protegido frente a las siempre inoportunas «intervenciones» de la administración pública. Lo único que ha hecho Donald Trump es surfear muy hábilmente en este conservadurismo identitario y este antiestatismo visceral: el viejo debate entre la derecha y la izquierda ha sido sustituido, y no sólo en Estados Unidos, por una alternancia que gira en torno a esta noción de identidad nacional, cultural, religiosa y étnica.
Al describir lo que ocurre a mi alrededor en este momento, no deja de llamarme la atención lo diferente que es la percepción cuando se vive sobre el terreno o se analiza desde lejos, desde el sillón de París o Madrid, o incluso por lo que se lee o escucha a los corresponsales enviados a Estados Unidos; estos están solo en las grandes ciudades y durante muy poco tiempo, inmersos en las quinielas de los medios de comunicación de izquierdas, sin verdadero arraigo en la población. No he leído ni un solo artículo en la prensa internacional sobre la caza del pavo, que es una seña de identidad. Tampoco se menciona el hecho de que Estados Unidos gira cada vez más hacia la derecha tradicionalista, que la mayoría es cada vez más hostil a cualquier forma de socialismo a la europea y a lo que se conoce como ‘wokismo’, un izquierdismo ideológico y dictatorial.
Trump es la imagen de este giro conservador, como lo fue Ronald Reagan en su día. Tampoco se habla nunca de que la elección del presidente de Estados Unidos es solo una de muchas elecciones, sin duda la más importante para el resto del mundo, pero no necesariamente para los ciudadanos estadounidenses. Porque aquí votamos todo el tiempo para todos los cargos públicos: alcaldes, concejales, ‘sheriffs’, jueces, administradores escolares, guardianes del paisaje. Todos ellos desempeñan un papel más decisivo en la vida cotidiana del condado de Putnam que el presidente, una figura lejana en el sentido geográfico y social. No hay mes en que el césped frente a cada casa no esté salpicado de retratos de candidatos a un cargo u otro. La participación suele ser mayor en estas elecciones locales que en las presidenciales.
Donald Trump ha ganado las elecciones y su partido se ha hecho con el Senado. Una futura mayoría en el Congreso y el Senado será al menos tan decisiva como la Casa Blanca. Pero ¿es realmente necesario inquietarse, o incluso asustarse, tanto como hacemos en Europa? ¿Es tan decisivo desde el punto de vista histórico como los candidatos y sus propagandistas nos quieren hacer creer? ¿Podrían ser realmente estas las últimas elecciones estadounidenses antes de que el país se hunda en el fascismo? Me parece que esta dramatización orquestada por la izquierda demócrata es una enorme patraña. Independientemente del resultado, dentro de apenas dos años los estadounidenses renovarán sus escaños en el Capitolio, y dentro de cuatro años el presidente se habrá ido. La virtud y la paradoja de la democracia, como afirmaba Karl Popper, es que no siempre permite elegir al mejor candidato, pero sí promete su destitución en una fecha fija, conocida de antemano y sin recurrir a la guillotina ni a la guerra civil.
En la actual dramatización mediática, nos olvidamos también de que casi ningún jefe de Estado y de gobierno lleva a la práctica su programa, sino que corren tras los hechos que se les imponen: los atentados terroristas de 2001, la epidemia de Covid en 2020, la inflación que no depende de ellos, el paro que obedece a ciclos mundiales, o las innovaciones científicas y tecnológicas, como las redes sociales y la inteligencia artificial, que revolucionan el panorama. En todas estas circunstancias imprevisibles, el líder reacciona simulando que actúa. ¿Recuerdan el primer mandato de Donald Trump? ¿Qué decisión memorable tomó? Hablaba mucho, algo que ha ido a peor, pero trabajaba poco, y se pasaba el día viendo la televisión, preferentemente Fox News. La única iniciativa significativa que emprendió, como reacción a un acontecimiento imprevisible, fue financiar masivamente la investigación de una vacuna contra el Covid: la operación ‘Warp speed’ [a toda velocidad]. Es un éxito del que nunca ha presumido, pero que le debemos. Del resto nos hemos olvidado.
Es seguro que Estados Unidos seguirá siendo la potencia económica, científica y militar dominante durante los próximos cuatro años. El complejo militar-industrial de Washington, como lo llamó el presidente Eisenhower, seguirá siendo el amo del mundo. Mejor que si lo fuera Pekín o Moscú. Y Trump podrá atribuirse el mérito, aunque él no tenga nada que ver; a eso se le llama jugar a la política.
Artículo publicado en el diario ABC de España