Cuando ya Argentina parecía carecer de alternativas al neoperonismo kirchnerista, un tertuliano incapaz de moderarse en un plató —en donde varias veces estuvo a punto de irse a las manos con los que disentían con él—, sin partido y apoyado en el hábil manejo de las redes sociales y en mítines más cercanos a conciertos de heavy metal que a las tradicionales liturgias políticas, economista de profesión al que no pocos calificaban de loco, Javier Milei se convertía en presidente electo.
En el camino quedaba la promesa de continuidad del entonces ministro de Economía (sic) Sergio Maza y el peor gobierno de la historia democrática moderna, el de Alberto Fernández, que la condenada exvicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner operaba con el control a distancia.
De antemano sabía que lo que recibía no era una herencia plácida y normal. Más bien se trataba de un legado altamente inflamable. Con la pobreza rondando el 50 % de la población económicamente activa y una inflación que ascendía al 211 % anual. Algo parecido a una bomba de relojería en un campo minado, siempre fértil a una hiperinflación, tal como lo enseñaba la historia reciente del país.
El Milei que surgió de las urnas en aquella segunda vuelta llegó solo armado con sus promesas de campaña y un 55,6 % de los votos. Una cifra jamás alcanzada por candidato alguno desde la recuperación democrática en 1983. Nada más. Una bancada raquítica en el Parlamento lo obligó desde el arranque a mantener la alianza de apuro que había cerrado con el PRO del expresidente Mauricio Macri. No fueron pocos los observadores que le vaticinaban un futuro de rehén de su antecesor y pieza importante en aquel triunfo electoral. Con el correr de los meses, esas apuestas se quedaron en las alforjas del crupier. Tras un arranque con la relación bastante inestable, el PRO fue clave a la hora de aprobar leyes claves para que el primer presidente (autopercibido de) anarcocapitalista pusiera a andar su programa de reformas apoyado sobre un severo ajuste fiscal.
Principalmente, la denominada «Ley Bases», un compendio de ambiciosas reformas que se vio obligado a moderar sustancialmente para poder aprobarlas. Ese trámite le consumió los primeros meses de su gestión, en los que no evitó entrar en debate con unos y otros, subirse al ring con el jefe de Gobierno español, Pedro Sánchez, cada vez que lo consideró oportuno para ganar roce (y, ¿por qué no?, prestigio) internacional, encolumnarse detrás de Estados Unidos e Israel, calificar de comunista hasta al más ortodoxo de los liberales, de «corrupto» a Luiz Inácio Lula da Silva o jurar que jamás «haría negocios con China ni con ningún país comunista».
Pero la necesidad suele tener cara de hereje, como el propio Milei se lo explicó en días pasados al podcaster Lex Fridman, en una extensa entrevista.
Y esa necesidad fue la que no le permitió hasta ahora cumplir con la totalidad de sus promesas de campaña. No obstante, redujo la cantidad de ministerios y la plantilla de empleados públicos. Más de cincuenta mil personas perdieron sus puestos en la esfera estatal. Recortó gastos en todos los sectores, fiel a su máxima del arranque de su gobierno. «No hay plata» y, junto a su siempre cuestionado ministro de Economía, Luis Caputo, fue recortando gastos en todos los sectores y sincerando las tarifas y precios. Una lógica argumental para tratar de reducir, drásticamente, la inflación paralelamente a generar recesión e incremento de la pobreza. Algo que se cumplió a rajatabla.
Los pobres superaron el 50 %, según los estudios más serios, y la inflación interanual, en octubre último, se ubicó en el 190,9 %. Ese mes, el alza en el índice de precios fue del 2,7 %, el más bajo desde 2021.
Y es allí, en la lucha a brazo partido contra la inflación, en donde la administración Milei pone toda su escasa energía. Desde el arranque, no eran pocos los que, jugando con uno de sus apodos, el de «el loco», aseveraban que para tener ganas de gobernar la Argentina en esa situación, debería tener las facultades mentales un poco alteradas. Aun así, «el león», como suele presentarse en sus shows políticos o en las redes, debía rugir aún sin garras con las que atacar.
De su promesa de combatir a la «casta política» hasta desaparecerla pasó a pactar con ciertos sectores de esa ralea. Ahí están su secretario de Turismo, Daniel Scioli, exvicepresidente de Néstor Kirchner (2003-2007) y exgobernador y excandidato a presidente de Cristina Kirchner hasta 2015, o el cuestionadísimo juez Ariel Lijo, al que quiere ungir en la Corte Suprema de Justicia a como dé lugar. Incluso mediante un decreto.
En virtud de esas necesidades básicas para un gobierno normal, ya se sentó a negociar con Xi Jinping acuerdos comerciales y más ayuda económica. No tardó en entender que la «China comunista» es hoy una potencia turbo capitalista y viene de firmar un acuerdo con el gobierno de su «enemigo íntimo» Lula, para vender gas de la reserva patagónica de Vaca Muerta, a precios preferentes. Pragmatismo, que le dicen, tan propio del peronismo en todas sus versiones.
Fueron este tipo de decisiones las que le valieron las críticas, de algunos excompañeros de ruta o bien, algo más furibundas, como las que le dedicó Hans-Hermann Hoppe, el filósofo anarco-capitalista, al que el mandatario argentino solía citar con frecuencia, por no levantar el bloqueo que pesa sobre el mercado de cambios que siguen obstaculizando el comercio exterior.
Nada que no estuviese en los planes desde el pasado 20 de noviembre, cuando para los observadores de la política argentina lo de Milei se perfilaba, en el mejor de los casos, como un Menemismo 2.0. Y por ese sendero es que transcurre.
Incluso, la igual que Carlos Menem, jura privatizar todas las empresas del Estado posible, pero la realidad es que, desde la década del 90, poco y nada queda por privatizar y hacer algo de caja para enfrentar el endeudamiento externo.
No obstante, y a pesar del campo minado que aún tiene por delante, Milei pudo, recién hace unas semanas, celebrar el índice de inflación, un freno en el deterioro del consumo y ser el centro de atracción a la hora del baile en la finca de Donald Trump, en Mar-a-Lago. Y todo al compás de Boney M, la histórica banda de referencia de la comunidad LGBTI. Justo en casa del expresidente que anuncia una cruzada contra las cuestiones de género.
Es precisamente esa buena sintonía con Trump y en especial con su «socio» en la victoria electoral del pasado 5 de noviembre, Elon Musk, lo que desata la euforia del «León de las Pampas». Hasta se imagina, en un futuro inmediato, firmando un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. Nada más y nada menos que con el que promete ser el gobierno más proteccionista de las últimas décadas. El cómo sigue siendo una incógnita.
Hasta aquí lo llamativo es que la sociedad, principalmente los sectores más bajos de la espiral económica, siguen soportando estoicamente los efectos del ajuste. Así lo indica la popularidad del presidente, que ronda el 50 % de la intención de voto. Un número que refleja dos aspectos: que el voto que llevó a Milei a la Casa Rosada (sede del Gobierno) era el fruto de la desesperación social y que enfrente tiene una oposición desarticulada por donde se la mire.
La crisis que anida en el kirchnerismo y la manera en que Milei y su ejército de influencers (operando en las redes sociales) vienen domando a Macri y su partido, aparecen como elementos cruciales para que el gobierno pueda llegar a salvo a las elecciones de medio término el año próximo. Allí, donde intentará fortalecer su base en el Congreso y gozar de mayor independencia para implementar su programa.
De ahí que, hasta hoy, haya sido un año de «locura». Exultante, el presidente Milei le dijo a Fridman cuando le recordó que lo llamaban «Loco» durante la entrevista de casi dos horas. «¿Sabe cuál es la única diferencia entre un loco y un genio…? El éxito».
Pero cierto es también que antes del éxito hay que tener en cuenta, como dijo alguien por ahí, que «… La locura no es para cualquiera… Esas cosas hay que merecerlas».
Artículo publicado en el diario El Debate de España