«A este ruido, tan huérfano de padre, no voy a permitirle que taladre un corazón podrido de latir» (Joaquín Sabina).
En las postrimerías de la Navidad 2021, cuando ya no queda más que retirar los adornos navideños, y la bandeja de los polvorones vive, al fin, sus últimos momentos muy lejos de su apogeo, yo, indudablemente, soy feliz.
Es cierto; no me gusta la Navidad ni un poquito. Ya lo he dicho otras veces, pero forma parte
En parte, creo que lo hago para que las cosas que considero dogma queden claras y meridianas. A mis 51 años ya no voy a cambiar, ni ganas de hacerlo. Pero, por otro lado, el comienzo del nuevo año siempre es un renacer, que te permite hacerte la ilusión de que las cosas que no han ido bien a lo largo del año que finaliza tienen una oportunidad de rectificación. Y, para mí, el año no comienza el 1 de enero. Para mí, el año comienza, indudablemente, el 7 de enero cuando, como por arte de magia, las calles recobran su cotidianeidad, las luces desaparecen y los villancicos entran en hibernación, hasta la maldita Navidad del año que viene.
Es evidente; soy un hombre de costumbres. La rutina es mi medio. Me muevo en él como pez en el agua. Por tanto, esta vorágine que se desata el 23 de diciembre, con la lotería, y te arrastra como un tsunami a lo largo de dos semanas agotadoras, me resulta agresiva. Añoro, durante esos días ruidosos y exacerbados, la paz de mi vida rutinaria y tranquila.
Este 2021 ha sido un año difícil. Como recordarán, empezamos con Filomena. En Madrid, una nevada como esa, que la mayoría no habíamos conocido nunca, empezó siendo una fiesta. No nos lo podíamos creer. Pero, al cabo de un par de días, cuando la nieve sepultó las calles, confundiendo asfalto y acera y bloqueó literalmente el tráfico rodado y la posibilidad de desplazarse a pie se hizo casi imposible, comenzamos a darnos cuenta de la magnitud de lo que estaba pasando.
A título personal, creo que comprendí lo que ocurría cuando al día siguiente a la nevada, mi hermano, que vive en Paracuellos, me llamó para decirme que se venía a mi casa porque el día anterior no había podido volver desde Madrid a la suya y había dormido en casa de un amigo. Aunque sin duda hubo casos más dramáticos, como mi amigo Jose buscando quien llevase a su padre a diálisis en un todoterreno. Un caos, en definitiva.
De cualquier modo, el año no había hecho más que empezar. No habíamos salido del confinamiento motivado por la nieve cuando mi suegra, Carmina, dio positivo en COVID, obligándonos tal circunstancia a una cuarentena, por haber estado con ella el día antes, que entonces era de catorce días. Desafortunadamente, esto acabó de la peor forma posible, pues Carmina falleció el 27 de enero, de tal modo que no pudimos tan siquiera acudir a su entierro.
Una de las consecuencias terribles de esta pandemia ha sido, sin duda alguna, la muerte en soledad de tantos y tantos seres humanos; pero puedo decir, de primera mano, que las consecuencias psicológicas para aquellos que no han podido acompañar a los suyos en los últimos momentos han sido terroríficas. Han sido muertes sin duelo, antinaturales y ese duelo es muy necesario para los que se han quedado aquí, con la imposibilidad de hacerse a la idea de que la ausencia de los suyos es para siempre.
Después de todo este proceso, todos hemos tenido que sufrir la pérdida de nuestras libertades, en pro de una salud colectiva que no solo no hemos recuperado, sino que, claramente, cada día está más lejos. Y entre las peores consecuencias de esta pérdida de libertades individuales se encuentra la estigmatización de los no vacunados. Desde mi punto de vista, las similitudes con los días más oscuros del siglo XX, que derivaron en la Segunda Guerra Mundial, son evidentes. La libertad de opinión y decisión, en lo referente a la propia salud e integridad física, está siendo pisoteada sin el menor rubor. Baste el ejemplo de las palabras de Macrón esta última semana.
Nos estamos acostumbrando a vivir con permiso y eso, créanme, es muy peligroso. Cuando los tiranos comprueban que pueden dominar a la masa con tanta facilidad, son imparables. Con nuestra complicidad, con nuestra connivencia. Mucho cuidado con esto.
Así que, este año de la tiranía, de la nevada, del volcán y de la muerte, gracias a Dios y al calendario, ha llegado a su fin.
No espero más del 2022, pero, al menos, tenemos un cuaderno en blanco que rellenar, lejos de los borrones y las manchas de tinta del anterior. Hagamos una introspección y seamos cuidadosos a la hora de llenar sus páginas, para que en diciembre no tengamos que desear, de nuevo, que el año se vaya por donde vino, dejando tanta paz como la que se ha llevado.
Que por fin termine el ruido, que vuelva la paz; que de nuevo seamos libres.
“Y hubo tanto ruido, que al final llegó el final”. “Ruido”. (Joaquín Sabina).
Feliz año nuevo.
@julioml1970