La cronología de sus atentados demuestra que ETA atentó básicamente en democracia. Cualquier pátina de respetabilidad antifranquista es una estafa. Tomando como hito la entrega de Pamplona a Bildu por los socialistas, se adivina la increíble rendición del Estado ante unos asesinos que habían perdido. Los fines políticos de la banda se abren paso gracias al pacto estructural PSOE-Bildu y con el creciente acceso a las instituciones de grupos coaligados y comandados por terroristas. Se podrá objetar que se trata de exterroristas. Bien. También podemos objetar a la objeción si consideramos: la falta de arrepentimiento, la falta de colaboración en la resolución de centenares de atentados sin resolver, la falta de cumplimiento con las indemnizaciones a las víctimas. Tres faltas significativas. Luego está la coherencia del lenguaje: no hablamos de exasesinos, de exvioladores o de exprevaricadores. Hacer la excepción con los terroristas introduce un matiz dulcificador: está bien ser exterrorista, alguien ha dejado de matar. El matiz apenas esconde lo decisivo: el prefijo «ex» implica una lectura política. Los «delitos políticos» son una categoría rechazable en democracia, fácilmente contagiosa y con mucho peligro. De momento ha provocado la eliminación del delito de sedición y la rebaja del delito de malversación por interesadas razones políticas; varios indultos políticos; una proposición estrictamente política de amnistía que será fatal para el sistema. Para justificar esta grave afirmación, hoy nos valdremos de la visión de René Girard.
En La violencia y lo sagrado señala Girard que «no se puede prescindir de la violencia para acabar con la violencia». En cada sociedad pesa, bajo distintas capas de incompleto olvido, una violencia original, el borroso recuerdo de un caos de represalias, venganzas encadenadas donde resulta imposible situar por unanimidad la primera ofensa. Para Girard, la institución del sacrificio de un tercero es curativa y aleja el peligro del retorno a aquella etapa a través de incontables rituales que se han extendido por todo el planeta, en culturas sin contacto entre sí, desde tiempos inmemoriales. Hasta que algunas sociedades alcanzaron la solución perfecta, que hoy damos por sentada: el sistema judicial. «El sistema judicial racionaliza la venganza, consigue aislarla y limitarla como pretende; la manipula sin peligro; la convierte en una técnica extremadamente eficaz de curación y, en segundo lugar, de prevención de la violencia».
La ausencia de venganzas entre las numerosas víctimas de ETA ilustra el éxito del sistema judicial al cumplirse (hasta ahora) esta condición: «la autoridad [judicial] no depende de nadie en particular, y está, por lo tanto, al servicio de todos y todos se inclinan ante sus decisiones. A la vez, se ha satisfecho la premisa de que el sistema judicial «posee sobre la venganza un monopolio absoluto». Pero, ¿qué ocurre cuando los que rompieron el monopolio –de la venganza y de la violencia– obtienen un premio por haber dejado de romperlo mientras tantos casos siguen irresueltos y se facilitan, despenalizándolos, los homenajes a los asesinos? Y, sobre todo, ¿qué ocurre cuando la autoridad judicial pasa a depender de alguien en particular, cuando deja de estar al servicio de todos, cuando se convierten las sentencias judiciales en papel mojado, cuando el bloque en el poder no se inclina ante las decisiones judiciales? Ocurre que sobreviene el caos. Eso ocurre.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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