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Un acierto que la democrática ciudadanía venezolana no debería olvidar

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La Segunda Guerra Mundial se ganó —aunque tal victoria que favoreció al mundo democrático también significase la consolidación del comunismo en Europa oriental y otras regiones— gracias a que entre el seudopragmático Roosevelt y el ambicioso y taimado Stalin hubo un Churchill.

Los aspectos más erráticos del carácter de esta imprescindible figura del siglo XX, así como sus muchos desaciertos en el desempeño de funciones públicas y militares previas —incluyendo algunas de las decisiones que como primer lord del Almirantazgo tomó en la Campaña de Galípoli en 1915 y las contraproducentes medidas económicas que implementó como canciller de la Hacienda durante la segunda mitad de la década de los veinte—, no modifican la realidad que terminó constituyendo el fruto de su influencia; una que, en primer término, llevó a sus connacionales a entender que el destino del Reino Unido no estaba solo en manos del pueblo británico, pues pudo ver él con absoluta claridad las escasas probabilidades de éxito de una lucha asumida como un asunto nacional y no como un esfuerzo compartido por un mundo con músculos más poderosos o, al menos, similares a los de su fortísimo enemigo.

No es que fuese aquel pueblo un conjunto de pusilánimes expectantes dispuestos a entregar su patria de la manera en la que el parisiense entregó su milenaria ciudad aquel infausto 14 de junio de 1940, esto es, sin oponer férrea resistencia. De hecho, la idea de Churchill de una lucha hasta el último hombre —entendido «hombre», valga la aclaración, por lo de la «corrección» política, como sustantivo genérico empleado con el significado de ‘persona’ o ‘ser humano’—, que se erigió en constante dentro de sus célebres arengas desde que la perfilara en el primer discurso que en calidad de primer ministro pronunció el 13 de mayo de ese año, ante la Cámara de los Comunes, al señalar que su política era «hacer la guerra, por mar, tierra y aire», y con mayor claridad la expresara luego, el 4 de junio, a través de las recordadas frases «continuaremos hasta el final» y «nunca nos rendiremos»*, no fue una suerte de pilar de bellas construcciones retóricas sin relación con la índole de su nación, sino precisamente la orgullosa reafirmación de lo que ha conformado a lo largo de los siglos el corazón mismo de la idiosincrasia británica. Se trató más bien de la asunción de la clase de postura realista que solo deriva del sabio reconocimiento de lo que en verdad es al diferenciar esto de lo que se cree o desea.

Pocas o ninguna razón hay para dudar que el pueblo británico habría continuado hasta el final, sin contemplar siquiera la posibilidad de la rendición, de no haberse materializado su alianza con Estados Unidos y la Unión Soviética, y esta determinación quedó en efecto demostrada con su resistencia en los oscuros meses del Blitz, en los que tanto los londinenses como los habitantes de las otras zonas bombardeadas no dejaron de preferir la posibilidad de perecer bajo los escombros de sus ciudades a la idea de marchar sumisos frente a la bandera con la esvástica nazi, pero Churchill, al igual que sus conciudadanos, deseaba la victoria y, por ende, la supervivencia de su nación.

En ese sentido, el establecimiento de tal alianza no constituyó la vergonzosa salida de cobardes que con los brazos cruzados habían estado esperando a un salvador, sino más bien el producto de la inteligente orientación de los esfuerzos a la adquisición de una fuerza sin la que la lucha en la que con suma valentía no se cejó ni antes ni después de aquel trascendental logro, como bien supieron comprenderlo a tiempo los británicos, habría resultado infructuosa.

Como venezolano que comparte la valentía de sus ancestros y de sus contemporáneos connacionales, me veo reflejado en lo mejor de la índole de ese admirable pueblo, por lo que no puedo más que deplorar y condenar el que un puñado de otros venezolanos sean capaces de sugerir, para tratar de imponer una visión a la que una y otra vez han mostrado los hechos como un perjudicial camino, que quienes vemos en la construcción de una fuerza sin la que no se podrá obligar al emporio delincuencial que hoy oprime a la nación a aceptar y obedecer los mandatos que emanan de la voluntad ciudadana somos, pese a ser la mayoría que no ha claudicado en la lucha por la libertad, como aquellos despreciables cobardes cruzados de brazos que los británicos jamás han sido.

Lo paradójico es que esa minoría, en su supuesta defensa de los principios democráticos, insiste en ignorar lo que el grueso de la sociedad venezolana ha manifestado en innumerables actos de indudable carácter vinculante, incluyendo la consulta ciudadana de diciembre del pasado año que terminó de dar al traste con las pretensiones que movieron los engranajes de la farsa «electoral» de la que mal salió la írrita asamblea del régimen; la misma cuyas decisiones pretende aquella minoría legitimar como parte de su «solución».

Nota

* Los discursos Blood, toil, tears and sweat y We shall fight on the beaches, del 13 de mayo y del 4 de junio de 1940, respectivamente, así como otros discursos de Winston Churchill, pueden consultarse en el sitio web de la International Churchill Society disponible en https://winstonchurchill.org.

@MiguelCardozoM

 

 

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