Ha concluido en Bruselas la reunión de una parte de los países de Occidente que comparten raíces comunes judeocristianas, denostadas por la mayoría, ajenas al Caribe angloparlante y afectados casi todos por un severo complejo adánico.
Pasaron ya ocho años desde el último encuentro de la Cumbre Unión Europea-Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe, foro político y diplomático inaugurado hace más de 20 años. La han convocado, para su III edición, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, y el primer ministro de las islas San Vicente y Granadinas, Ralph Gonsalves, aliado de las izquierdas integrantes del ALBA y coincidiendo aquella con el proceso electoral que avanza en la llamada Madre Patria, donde el partido del primero ha sufrido derrotas severas en los gobiernos locales.
Se trata de una asamblea de diálogo informal sin carácter vinculante, es verdad, que apenas permite tomarle el pulso al rompecabezas ideológico en que se han transformado sus representaciones –acaso para incidir, como lo creerán sus convocantes– en el destino próximo de uno de estos, Sánchez, y para acopiarle el respaldo de sus más próximos, como la Venezuela de Nicolás Maduro.
En el discurso compartido de los presidentes de las asambleas parlamentarias de ambos bloques, salvo por llevar a la mesa los temas de la transición verde y digital, para que sea justa e inclusiva, se repiten los clichés del tercermundismo en tiempos de la Guerra Fría: multilateralismo, paz y seguridad internacionales, soberanía e integridad territorial, y el “evitar” –no se habla de prohibir, como lo hace la Carta de la ONU– el recurso a la amenaza o al uso de la fuerza. Destaca, sí, lo novedoso, no por nuevo sino por olvidado: “El compromiso enérgico para proteger la democracia representativa, el respeto del Estado de Derecho, la división e independencia de poderes, así como –casi al margen– la defensa y protección de los derechos humanos”.
Nada se dice sobre el principio de alternabilidad en el ejercicio del poder, estándar sagrado para toda democracia no fingida ni teatralizada. Se le da relieve a la agenda cultural y políticamente deconstructiva, incidiendo, como si fuese la esencia de la experiencia de la democracia, en la perspectiva de género, la cuestión del cambio climático, la situación de las personas LGBTIQ, la despenalización de la homosexualidad, el aborto, y la eutanasia; todo ello, en consistencia con la Agenda 2030 de la ONU, ajena a la tríada democracia-Estado de Derecho-derechos humanos.
Acaso puedan esos ítems mencionados derivar en consideraciones acerca de si hacen o no parte del núcleo duro de los derechos humanos –pretenden ser universales, siendo que son pretensiones o derechos al detal dentro de sociedades desmembradas–. Pero, repito, es una cuestión diversa, que una vez como sea resuelta –que no lo ha sido– podría incidir en la valoración de la mayor o menor calidad de nuestras democracias.
La cuestión es que, los jefes de Estado y de Gobierno participantes de la Cumbre de Sánchez, endosan una declaración que, por una parte, reafirma en su introducción que son “valores compartidos los de la señalada tríada, “incluidas las elecciones libres y limpias, integradoras, transparentes y creíbles”, junto a la “libertad de prensa”, mientras se cargan a diario los elementos esenciales y los componentes fundamentales de la democracia, que hoy es derecho humano transversal que han de asegurar los gobiernos.
Al cabo, con esa salvedad introductoria, la declaración sale en defensa de Cuba; apoya el diálogo de paz en Colombia, en el que media el dictador venezolano; y se limita a “alentar un diálogo constructivo entre las partes en las negociaciones dirigidas por Venezuela en Ciudad de México”. De donde huelgan las preguntas. ¿Diálogo sobre qué? ¿Sobre la inhabilitación forjada de la opositora María Corina Machado? ¿Sobre la liberación de los presos políticos? ¿Sobre dejar de perseguir a los miembros del régimen señalados de atroces crímenes de lesa humanidad en la Corte Penal de La Haya? O, como lo anuncia el mismo Maduro, ¿que se le levanten las sanciones económicas, a su régimen y al de La Habana?
La III Cumbre, no se refiere, siquiera tangencialmente, a esas cuestiones. Eso sí, carga sus tintas contra Haití para decir que allí se ha deteriorado la seguridad pública y la situación humanitaria. Escrutan su crisis compleja y urgen cooperación para resolverla. Mas, acaso, ¿no es lo mismo que pasa en Venezuela? ¿Por qué sólo Haití? Carece, justamente, de dolientes y nada le aporta al militantismo de Sánchez o al progresismo globalista de los occidentales, destructor de nuestros sólidos, de nuestro patrimonio intelectual e histórico.
Lula da Silva, en su taimada perorata saluda los valores compartidos con Europa y con sus tradiciones democratizadoras, venidas desde la Segunda Gran Guerra. Ninguna de estas – salvo excepciones– las sostienen las dictaduras del siglo XXI latinoamericanas, apoyadas por su Foro de São Paulo; que, como cabe recordarlo y a la luz de sus declaraciones, decidieron abandonar las armas sus asociados e ir a través de los votos hacia el poder, a partir de 1989, para quedarse en el poder una vez como desmontasen los sistemas electorales. De modo que, para el presidente de Brasil sólo hay democracia allí donde se aboga por la agenda identitaria y deconstructiva. Lo ha dicho, con la elegancia propia a los discursos redactados por Itamaraty.
La declaración de la Cumbre se ocupa de cubrirle las espaldas a los gobernantes represores, es lo relevante, al demandar “la eliminación del doble rasero y la politización” de los derechos humanos; pues a Cuba y Venezuela, es lo que se sugiere, se las estaría cercando y acusando por ello, por ser de izquierdas y heterodoxas en materia democrática.
A China no se la menciona. Y es que junto a Rusia declaró sentirse orgullosa de sus tradiciones milenarias, llamada a conducir la globalización y en un contexto en el que la democracia quede como cuestión particular de cada Estado. El encuentro fue, por lo visto, un monumento a la hipocresía.
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