OPINIÓN

UCV, 26 de mayo

por Ismael Pérez Vigil Ismael Pérez Vigil

Todavía tengo ese embotamiento, esa perplejidad y angustia, similar a la que produce la pérdida de un amigo muy entrañable, muy querido, la de un familiar muy cercano. Así me siento a una semana de lo ocurrido en la UCV en la frustrada y frustrante elección del 26 de mayo. Sí, siento como una pérdida lo ocurrido, creo que todos en el país perdimos algo, una gran oportunidad, por lo menos. Y no piensen que voy a hacer algún análisis o enredarme en algunas de las discusiones que están planteadas.

Llegué antes de las 11:00 de la mañana a la universidad ese día y estuve más de una hora dando vueltas para estacionar, cuando finalmente lo pude hacer me dirigí hacia la facultad para votar, contento y animado por lo que veía: el gentío, las enormes colas que se habían formado. Aunque me comenzó a extrañar que a esa hora todavía fueran tan largas las filas y que parecían no moverse mucho. De camino a la facultad atravesé la Tierra de Nadie y allí me conseguí con Humberto Rojas, uno de los candidatos a rector a quien conozco desde hace muchos años y me acerqué a saludarlo y hablar con él; le pregunté sonreído, alegre, cómo estaban las cosas y cuando me dijo: “Esto es un desastre…” pensé que me estaba tomando el pelo, pero debo haber palidecido, porque Humberto no es dado a esas bromas, y me fue explicando lo que estaba ocurriendo.

Yo no podía creer que eso fuera posible; la especulación sobre las causas de la demora rodaba por todas partes y había todo tipo de versiones; pero, en aquella muchedumbre en la universidad, haciendo fila para votar, de excelente humor, nadie hacía un gesto de que pensara irse. Nos mirábamos como atontados, sin saber ni entender lo que estaba pasando y de manera absurda, por lo que ya se sabía, nos metíamos en las filas para ir a votar, aun cuando ya corría la información de que no había material, que el proceso había fallado y que las autoridades estaban considerando la posibilidad de diferirlo o suspenderlo. Pero nadie se movía. Después de tantos años esta oportunidad era demasiado importante, para la universidad, para el país, como para pensar que todo se estaba derrumbando.

Viendo aquel gentío movilizado para votar, resultaba insólito pensar y aceptar lo que había pasado. Vistas las cosas ahora, sabiendo lo que ahora sabemos, resulta todavía más inexplicable por qué las autoridades de la Comisión Electoral no suspendieron el proceso sabiendo, como aparentemente sabían, que el material electoral no estaba completo, que era difícil que llegara a todas las mesas. Que los votantes nos quedáramos allí, esperando algún milagro, algún acto de magia, era comprensible, son muchos años esperando este momento; pero, no era comprensible que las autoridades electorales no suspendieran ese proceso a las dos horas de haberse iniciado, a las 10:00 de la mañana y pasar el trago amargo en ese momento, en vez de esperar seis u ocho horas para suspender el proceso de todas maneras; ya sabían que el material no iba a estar disponible.

Cuando hay vacíos, información incompleta, ese vacío, esa información incompleta se llena con lo que se consigue, con rumores, con suposiciones, con versiones, o noticias falsas o medio verdaderas, con lo que sea. Si las autoridades electorales designadas por el Consejo Universitario, o el propio Consejo, no informaban, no es de extrañarse que el vacío se llenara con cualquier información y a estas alturas −una semana después− todavía no se sabe cuál es la información completa de lo que allí ocurrió. De nada sirve analizar el pasado conjugándolo con verbos que suenan a futuro y a condicionales: “… que hubiera pasado sí…”. Ahora, hoy, ¿qué podemos pensar hacia adelante, hacia lo más inmediato, acerca de lo que podrá ocurrir la próxima vez que se monten las mesas? Como evitar que vuelva a ocurrir el 26 de mayo.

Por eso se debe explicar a la comunidad universitaria, claramente y completamente, que fue lo que pasó. No bastan lacónicas explicaciones, a través de tuits, de la Comisión Electoral, porque si las interrogantes no se resuelven y las versiones continúan rodando, las preguntas siguen taladrando el ánimo. Son demasiadas preguntas, se necesitan más respuestas, es demasiado importante lo que está en juego.

Ahora nos enfrentamos a la incertidumbre, del futuro y de lo inmediato: ¿Qué va a ocurrir la próxima vez, el 9 de junio? Los candidatos ponen las ideas y los programas, los electores universitarios ponemos el entusiasmo y los votos; pero, alguien tiene que poner las sillas y los platos en la mesa para todos los comensales, los más de 220.000  convocados, o los 30.000, o el número que sea que vayamos a concurrir. Hay que asegurar que se podrá subsanar todo para ese día, para que se vuelva a movilizar el gentío, dejando atrás el trago amargo y la frustración del 26 de mayo. Sin duda es una herida que se debe restañar. Que tiene que cicatrizar bien, aunque de vez en cuando duela.

De todas formas, el 9 de junio “…yo pisaré las calles nuevamente… (y) …me sentaré a llorar por los ausentes”

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