En agosto de 1889 atracó en Buenos Aires el vapor Wesser, con alrededor de 120 familias judías provenientes de Podolia, en la actual Ucrania. Entre ellos los primeros Malamud que pisaban Argentina, ya que en fechas posteriores llegarían otros más. Los ucranianos y demás rusos emigrantes buscaban refugio en el Río de la Plata, pero también en Brasil y otros países latinoamericanos, huyendo del terror zarista (y posteriormente del terror nazi).
Más tarde arribaron otros grupos de ucranianos, muchos instalados en Berisso, en torno a los frigoríficos, y en la colonia de Apóstoles, en Misiones. Hoy hay más de 450.000 ucranianos y sus descendientes viviendo en Argentina.
Más allá de la anécdota, sirva esta alusión preliminar al este de Europa para subrayar el profundo desinterés que Ucrania y su crisis genera tanto en Argentina como en toda América Latina.
Un desinterés que en abundantes ocasiones se acompaña de una sesgada simpatía prorrusa, obvio correlato del fuerte sentimiento antiestadounidense presente en la región. El relato es claro, Rusia es la víctima de una agresión constante instrumentalizada por Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea.
La despreocupación latinoamericana por los problemas globales no es nueva y está muy arraigada en su propia idiosincrasia. Los gobiernos y las opiniones públicas regionales solo se preocupan por aquellas cuestiones que les afectan directamente. Las demás, especialmente las que no tienen nada que ver con ellos, como el terrorismo islámico, les son absolutamente ajenas.
Sin embargo, está es una percepción crecientemente alejada de la realidad, como ha demostrado de forma clara el covid-19. En este mundo cada vez más globalizado e interconectado nada de lo que ocurre en el otro extremo del planeta nos es ajeno. Y más si uno de los actores directamente implicados, caso de Rusia, amenaza con desplegar tropas en Cuba y Venezuela, junto a otras “medidas técnico-militares”.
Según la tradición del Kremlin, estas medidas podrían ir desde el despliegue de técnicos y especialistas militares, como en Venezuela, hasta la potenciación de ciberataques en el contexto de las nuevas guerras híbridas, llegando eventualmente a la no imposible instalación en Cuba, Venezuela y eventualmente Nicaragua de misiles nucleares, como en Kaliningrado y otras zonas fronterizas con Europa.
La crisis de los misiles de 1962 mostró que no es una amenaza descabellada. Como consecuencia de ello se firmó en 1967 el Tratado de Tlatelolco, que permitió que América Latina se convirtiera en zona desnuclearizada. Pese a ello, pocas voces de alerta se han oído en la región ante la amenaza rusa de desplegar allí su potente armamento.
Pero, aunque no se concretara el peligro nuclear, los gobiernos de la región deberían intervenir por cuestiones más inmediatas, como el encarecimiento de los precios energéticos, que salvo para los países productores suponen un gasto mayor de las familias e incluso subsidios más elevados.
El elemento clave de la presencia rusa en América Latina responde a su deseo de confrontar directamente a Estados Unidos en su “patio trasero”. Las aspiraciones imperiales de Vladimir Putin persiguen que Rusia siga siendo una superpotencia.
Para ello cuenta con su gran arsenal, especialmente en lo que a armas nucleares se refiere. Y junto a ello, su determinación a utilizar la violencia si es necesario, como se ha visto de forma repetida en Ucrania, pero también en Georgia y recientemente en Kazajistán. Su liderazgo autoritario le permite minimizar las críticas internas, como se ha visto en la reforma constitucional que lo habilita a gobernar hasta 2036.
A la pugna entre China y Estados Unidos, que repercute diariamente en América Latina, se añade ahora el enfrentamiento entre Occidente y Rusia en torno a Ucrania. Según el relato ruso, transmitido profusa y eficazmente por RT en español y Sputnik, el conflicto responde básicamente a la agresión contra Rusia y al deseo de Estados Unidos de consolidarse como un gran polo de poder mundial.
Por su parte, Washington, Bruselas y la OTAN insisten en que no se trata solo de geopolítica e intereses, sino también de valores, ya que la libertad y la democracia están en juego ante las amenazas iliberales.
América Latina no está directamente amenazada por la crisis ucraniana, pero debería posicionarse al respecto. Sin embargo, una respuesta regional es complicada, dada la fragmentación y la heterogeneidad existentes y las muy variadas posturas ante la crisis y las preferencias en relación a los grandes actores implicados.
No se olvide que hay países directamente aliados a Rusia, como Cuba, Venezuela y Nicaragua, sin olvidar a aquellos con una posición menos nítida, pero con una cierta proximidad a Moscú, como Perú, Argentina e incluso Brasil. Es paradójico que tanto Alberto Fernández como Jair Bolsonaro se reúnan con Putin en estos meses, pese a estar, teóricamente, ubicados en las antípodas políticas.
Más allá de estas contradicciones, la CELAC sería el mecanismo adecuado para que América Latina se recuerde a si misma y recuerde al mundo su compromiso con la desnuclearización. No es algo sencillo y menos en un momento como este.
Pero es algo necesario y más si la región quiere dar muestras de su vinculación con el mundo que la rodea. Con todo, la pregunta del millón es si el actual presidente pro témpore de la CELAC, el presidente argentino Alberto Fernández, se atreverá a dar el paso.
Carlos Malamud es historiador. Investigador principal del Real Instituto Elcano y catedrático de Historia de América en la UNED
Artículo publicado en el diario Clarín