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Ucrania: entre regular y vamos viendo

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El ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, Serguei Lavrov, se reunió con el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken

Quienes más atentos siguen las negociaciones preventivas, susceptibles de evitar un conflicto armado entre Rusia y Occidente, a cuenta del “granero de Europa”, se preguntan: ¿por qué esta crisis ahora? Vladímir Putin publicó en 2021 un ensayo abogando por la restauración del Imperio Ruso, incluida Ucrania. Señal inequívoca de volver a la doctrina Brezhnev –el derecho a una esfera de influencia sobre otras naciones– esta vez solo aplicable, de momento, a Georgia, Crimea y Ucrania, aunque en este último caso, sin aclarar si habría invasión o se conformaría con garantías de que no se integraría en la OTAN ni en la UE.

La escalada militar, mezcla de súbito paroxismo y desafío a una potencia mundial en declive, dividida políticamente sin remedio, tiene que ver con la urgencia en la recuperación de esferas de influencia que, en política internacional, son la reivindicación por un Estado del control exclusivo o predominante sobre un área o territorio extranjero.

En el actual contexto del derecho internacional, hay detractores que las consideran anacrónicas cuando –nacidas como herramienta del imperialismo europeo para repartirse el territorio– en realidad se han utilizado durante siglos y son contexto inevitable en las relaciones internacionales.

Un ejemplo fue la aplicación de la Doctrina Monroe (“América para los americanos”). Aunque nunca tuvo fuerza de ley y se refería a un problema ahora inexistente –la expansión colonial europea en América–, al advertir a las potencias europeas de que no estaban dispuestos a tolerar ninguna interferencia en una zona de seguridad –no reconocida por España– sobre gran parte del hemisferio occi- dental, incluyendo América Central y del Sur; Estados Unidos definía esferas de influencia inalterables.

Nadie está obligado a reconocer los intereses de seguridad nacional, pero con frecuencia se afirman en tratados e intercambios diplomáticos y se reconocen como tales en el derecho internacional, lo que, todo sea dicho, nunca ha significado mucho cuando se han puesto en duda.

En sus memorias, Winston Churchill recoge la propuesta que hizo en la Conferencia de Yalta, del 4 al 11 de febrero de 1945, cuando Roosevelt, Stalin y el primer ministro británico negociaron el acuerdo europeo de posguerra, asignando esferas de influencia por países.

En realidad, se trataba de un simple papel que incluía una propuesta de porcentajes. Se lo pasó a Stalin, que sacó un lápiz azul, puso una marca de verificación y lo devolvió a su impulsor. Este, arrepentido, propuso quemar la nota “para que no se piense que hemos dispuesto el destino de tantos de manera tan casual”. Stalin discrepó valiéndose de un simple giro de cabeza. Hasta dónde llegó la actualización de la nota es otra cuestión. Estados Unidos no estaba obligado a cumplirla, pero hacía tiempo que Roosevelt (FDR) había dado rienda suelta a Stalin.

La esfera de influencia es prácticamente global. Quienes rechazan la afirmación de Putin sobre esta esfera de interés a lo largo de las fronteras de Rusia, afirman con audacia las estadounidenses sobre Ucrania, así como sobre la mayor parte del mundo. Con estos ases en la manga: Europa dividida en cuanto a su relación con Rusia, miedo sobre su aprovisionamiento energético en pleno invierno y sin autonomía defensiva, Putin podía creer que Biden –incapaz de tener dos teatros militares al mismo tiempo– cedería a los deseos rusos.

Disuasión más diplomacia

Pero el desafío del Kremlin se encontró con la inopinada reacción del tándem Biden/Blinken que, al apostar por la combinación disuasión más diplomacia, mostraba una determinación desconocida, tras la ominosa retirada de Afganistán, que sirvió a la seguridad nacional rusa para subir la temperatura: “Cabe esperar que los ucranianos comprenderán la inutilidad de confiar en Estados Unidos”.

Han conseguido convencer a los aliados a permanecer juntos, proporcionado armas a Ucrania, puesto a algunas tropas en estado de alerta, desvelado el tipo de guerra híbrida que Rusia está llevando a cabo y anticipado las penas del infierno a las que se enfrentaría si siguiera adelante: las sanciones.

Pero han quedado atrapados en un dilema. En la cumbre –de cuerpo presente– con Putin, el presidente norteamericano dijo que no quería problemas en el frente ruso. Ahora, a pesar de haber prometido centrarse en China, no tiene otra opción que desviar sus prioridades y recursos a Europa.

Si la escalada del presidente ruso estaba calculada para volver a centrar la atención del mundo en Rusia, está funcionando, en beneficio de China.

En Ginebra, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguei Lavrov –18 años al servicio de Putin– conminó a su homónimo Antony Blinken –secretario de Estado norteamericano– con una especie de ultimátum, instándole al envío de un compromiso por escrito, dando garantías de que Ucrania no será admitida en la OTAN.

La respuesta norteamericana no se hizo esperar, rechazando cualquier demanda rusa que derogue la soberanía de cualquier nación europea. El acuse de recibo –a la respuesta de Washington sobre las demandas de Moscú– dio pie a que Lavrov reconociese que contenía “un núcleo de racionalidad” en algunos asuntos. El Kremlin pidió un tiempo muerto, evitando dar la razón a Henry Kissinger que, en su día, aventuró: “Siempre que evitar la guerra ha sido el objetivo principal de un grupo de potencias, el sistema internacional ha estado a merced de su miembro más despiadado”. Frente a la intimidación de un país inmenso como Rusia –pueblo perspicaz, enormes recursos naturales y un PIB más pequeño que Italia–, el ministro de Asuntos Exteriores de la UE, Josep Borrell, mostró reflejos rápidos: “Ya no estamos en los tiempos de Yalta. Las esferas de influencia de dos grandes potencias no tienen cabida en 2022”, exigiendo que la UE se involucre con el envío de tropas a las fronteras con Ucrania.

Pronto se verá si –más allá del gobierno y el pueblo ucraniano– la soberanía de «la pequeña Rusia» es importante. También, si –para Alemania– lo es el gas natural ruso, con el que compensar la insensata decisión de poner fin al uso de la energía nuclear.

Si bien el riesgo sigue latente, los cauces diplomáticos podrían animar a pensar que el choque no es ineludible. Solo quien ha desatado la crisis sabe si desembocará en una guerra. De momento, estamos “entre regular y vamos viendo”.

Artículo publicado en el diario Expansión

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