En la espesura de la historia existen sucesos que no son parte de la crónica oficial y, sin embargo, han recorrido un largo periplo en el tiempo y destacan entre los relatos verídicos de los hechos. Se cuenta que un adivino vaticinó a Cayo Julio César que debía cuidarse pues en los idus de marzo (día 15 del calendario romano) del año 44 a.C. una terrible tragedia podría separarlo de su buena estrella y sufrir una mortífera calamidad. El todopoderoso de Roma restó mérito a las propiedades adivinatorias del nigromante y no tomó previsión alguna. De acuerdo con el mito, llegado ese día, el cónsul romano se topó, camino al Senado, con el agorero y al verlo le dijo de manera jocosa “Ya están aquí los idus de marzo y sigo vivo”, a lo que el hombre respondió apesadumbrado y tratando de alertar al gallardo general: “Sí, César, pero aún no se han ido”…. Instantes después es traicionado por supuestos partidarios y personas de su entorno, entre ellos Cayo Casio Longino, Cayo Trebonio y Marco Junio Bruto, a quien profesaba cariño y protegía por ser hijo de Servilia, su amante. Se estima que unos 60 senadores estaban en el recinto y que al cuerpo de César le asestaron 23 puñaladas. El historiador Suetonio recoge que la dramática escena tiene su momento cumbre cuando Julio César descubre que entre sus asesinos estaba su cercano Bruto y, asombrado lanzó una expresión que retumba aún en el presente: “Tu quoque, fili mi?, “ que se traduce en: ¿Tú también, hijo mío?
La conjura que puso término a la vida del venerado líder romano tuvo entre sus antecedentes el creciente temor que despertó en la clase política su imparable acumulación de fuerza. Tras la contundente victoria en la guerra civil, Julio César se convierte en el máximo caudillo y ese año (44 a.C.) se hizo nombrar dictador perpetuo y, al limitar el accionar del Senado, provocó que algunos miembros del parlamento planearan en su contra, al dar por cierto que ese régimen autocrático pondría final a la República. Siendo este un formidable hombre de armas que además se supo ganar el respeto y admiración de las legiones, fue un alarmante escenario para los políticos se resumía en que quien tenía el ejército tenía el poder.
La figura del líder es absolutamente necesaria para la transformación del país; si bien es cierto que para muchos ese requisito no debe estar uncido a las propiedades de un caudillo, sí demanda que se erija un liderazgo fuerte, capaz, honesto y sobre todo que recoja la verdadera visión política que se requiere. Hoy, la descomposición de las estructuras que sustentan al Estado hace que estemos sostenidos sobre pilares carcomidos y colapsados, pareciera que aún sin poseer facultades paranormales podemos claramente figurar el espantoso futuro que se avecina de no corregir la ruta accidentada que desde décadas nos ha conducido a este dantesco atolladero.
Una de las más preocupantes características que se hacen presentes en el escenario político local es la frecuente ruina en los estamentos morales de los protagonistas y la carencia de un liderazgo con sustento. Tristemente, nos encontramos en una coyuntura donde la población en su mayoría no se ve reflejada en los aspirantes a llevar el destino de la nación. A manera de perverso ciclo que pareciera interminable, vemos frustradas nuestras intenciones democráticas por el deficitario nivel de los factores que intervienen y la traición a los conceptos democráticos honrados. La estructura partidista está absolutamente erosionada y para muchos no supera la percepción de ser un mero eslabón para que ciertos personeros consigan maltrechas parcelas de poder y réditos pecuniarios.
Con un simple recorrido por la trayectoria de los distintos dirigentes, indistintamente identificados con el sector oficial u opositor, podemos observar una drástica precocidad en la fosilización de la honestidad y la coherencia. Como si se tratase de especies antediluvianas, el conjunto de virtudes y el arresto de integridad están escritos sobre olvidadas tablas de piedra. No deja de ser paradójico que un buen número de representantes de las supuestas generaciones de relevo no solo sucumban a los viejos vicios del pasado sino que se convierten en rutilantes exponentes de los trastornos más viles que se enquistan en esa progresión hacia el desastre. La circunstancia de nuestra realidad debe concertarnos a generar lineamientos estratégicos de estado que frenen el acelerado deterioro de la nación y permitan regenerar a la sociedad, para posteriormente emprender un camino al desarrollo político, económico y, principalmente, social.
Solo la instauración de los valores y la auténtica exigencia de un cambio sustentado en un proyecto ha de marcar la diferencia; mientras no se garantice el carácter nacionalista y humanista de cualquier alternativa, el resultado negativo será infaliblemente el mismo. Es incontestable la urgencia de que nos sumemos a la búsqueda de soluciones estructurales, el perjuicio que se le ha ocasionado al país es un pesado fardo que vaticina que por los próximos 50 años se debe trabajar en direccionar el potencial energético, cultural y humano con el que contamos a fin de corregir el desenlace de la instauración de los antivalores.
No amerita que nuestro destino sea predicho por un facultado mago; si bien es cierto que nada resulta más difícil y peligroso que construir un liderazgo que sirva bien al pueblo, la única vía para afrontar este quejumbroso escenario es la planificación, la instrucción y la educación moral y cívica de la población. En la medida que dejemos de participar como individuos activos con un objetivo colectivo, que perdamos la oportunidad de generar confianza y que no exijamos que prive el esfuerzo, la ética y el compromiso, el estado seguirá enclaustrado y será víctima de nuestra propia descomposición. Cada vez que dejamos que se impongan siniestras voluntades y nos convirtamos en apáticos, inconscientes y corruptos ciudadanos, al igual que en los idus de marzo ante la atroz traición, Venezuela nos dirá: ¿Tú también, hijo mío?