Seguramente hay diversas maneras de eludir o negar la política, la antipolítica. También formas diversas de acercarse al fenómeno. Una muy útil es definirlo por la hipercrítica a las acciones políticas y como consecuencia la negación absoluta de esta y naturalmente de sus actores. Como las acciones que se programan en las organizaciones que conducen la vida política, valga los partidos, no alcanzan a satisfacer mis demandas yo asumo que todos son unos ineptos y, en extremo, que la política es una suerte de droga malsana que solo consumen seres muy peculiares y desajustados humanamente. Les gusta en exceso mandar, son proclives o ya contaminados de corrupción, no producen beneficios concretos a la nación, buscadores de conflictos, retóricos vacíos, etc. Y como si fuera poco se gasta un realero en su manutención.
Diría que esta es una forma muy rabiosa y dañina de la enfermedad. La practican mucho los muy acomodados burgueses que al fin y al cabo no tienen tiempo sino para gerenciar sus haberes. Los radicales fascistoides o nihilistas anárquicos. Los jóvenes que creen que la vida es suya. Profundos que tienen un destino creador que los exime de toda otra tarea. Columnistas que viven del mordisco y la patada. Culebras de las redes cloacales. Y así, así. Solo un líder iluminado, un político no político, que coincida con sus intereses y su desprecio de la omnipresencia y la diversidad del otro puede ocasionalmente despertarlos de su sueño perverso.
Ciertamente hay otras formas más simples y a lo mejor de mayor buena fe, o menor mala fe, como la de asumir que esto no tiene solución, esos tipos no van a soltar nunca el poder y tienen las fuerzas de las armas, debidamente compradas. Me dedico al hogar o a beber ron con coca-cola.
Y diría, para terminar este limitado escenario de actitudes típicas, la de los desesperados que no alcanzan sino a buscar el pan o el remedio de los hijos. Y que lo harán, como debe ser, aun al costo de sus ideas o sentimientos de libertad. ¿Quién osaría señalarlos?
Pero nos interesan sobre todo los tirapiedras que están en algún recinto de la vida política y hacen oficio de una negación continua, alabado sea el espíritu crítico, pero que no suelen completar sus airados reproches con la compleja operación de encontrar distintos caminos más adecuados o al menos por su deseo de buscarlos, o en último caso a confesar su incertidumbre. El ciudadano debe entender que vive en una polis y es por tanto un político y en alguna medida no puede escapar del ágora, así su rol y responsabilidades sean necesariamente distintas y menores que la de los que hacen de la política un oficio. En puridad todos somos el soberano, el que manda, y los políticos nuestros representantes directos o indirectos. Para eso votamos o protestamos en la calle -si podemos- las barrabasadas de fulanos y sutanos, o exponemos nuestras sólidas certezas jugando dominó sobre los inútiles e ignorantes que nos mandan.
La política no es sino la forma de transar, en paz y según normas consensuadas, la inevitable conflictividad de toda sociedad, de manera que todos estamos concernidos. Más en tiempos malos y todavía más en tiempos de tragedia. En Venezuela, verbigracia donde la antipolítica ha sido particularmente grotesca porque todos hemos vivido del Estado mágico, petrolero. Pero tiende a multiplicarse cuando el Estado es débil económicamente y se respira globalmente aires de liberalismo, yo soy yo y por allá lejos el otro, las circunstancias. «Liberalismo» que nos llega de su manera más mafiosa, a la rusa más que a la china.
De manera que todos estamos involucrados, de muy diversa forma ciertamente, en este berenjenal llamado Venezuela, sobre todo en los tiempos de horror e indignidad en que vivimos. Y la quietud esencial que ha mantenido la población no se excusa solo por la mala dirección; en cierta manera también se puede decir lo contrario, un país ahora anémico y de inmediato pasado rentista no produce defensas contra aquello que quiere aplastarla. Los políticos lo habrán hecho bien o mal, o bien y mal, y tú con ellos hermanito. Todos tenemos cédula de identidad.
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