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Trump y su «MAGA» ya están causando problemas

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El eslogan político de  Trump que dominó la campaña electoral de 2024 se conoce en inglés como MAGA (Make America Great Again  – Hagamos a América grande otra vez) . Tal como su nombre lo sugiere, consiste en devolver a Estados Unidos la predominancia que otrora ostentó y que hoy debe compartir con otros actores que han ido adquiriendo jerarquía universal (China, Rusia, Europa, India, etc.).

Sin duda, el eslogan resuena muy favorablemente a los oídos de los votantes y es por eso que junto a otros factores, se reflejó en la extraordinaria victoria electoral  de Trump sellada el 5 de noviembre. En principio, ello luce como una muy razonable aspiración de no ser que el mundo de hoy se mueve con parámetros bastante diferentes a los del siglo XX cuando Estados Unidos conseguía establecer su hegemonía en forma casi indiscutible luego de haber ganado la guerra con España en 1898 que le permitió dominar Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam y otros territorios, o cuando de la misma manera el presidente Teodoro Roosevelt consiguió terminar en 1914 la construcción del Canal de Panamá después de que la empresa francesa del ingeniero De Lesseps  quebrara como consecuencia de los casi insalvables retos financieros, técnicos y sanitarios que allí concurrieron.

Esa misma política amparada en la Doctrina Monroe de “América para los americanos” fue la que permitió a Estados Unidos sostener por muchas décadas la imposición o bendición de regímenes tiránicos en nuestro continente a cuenta de ser  percibido como el “patio trasero”. Corre una anécdota (o cuento real) según la cual un antiguo  secretario de Estado de Estados Unidos  Cordell Hull (Premio Nobel de la Paz, 1945) afirmaba que esos  dictadores (se refería  al dominicano Trujillo) “son unos HDP, pero… son nuestros HDP”, lo cual cubría con un manto de impunidad los atentados contra las libertades, la corrupción, etc., que por décadas imperó especialmente en nuestro continente.

La participación decisiva de Estados Unidos en las dos guerras mundiales, 1914-18 y 1939-45,  más el oportuno colapso y disolución de la Unión Soviética en 1991 parecieron haber consolidado definitivamente aquella filosofía al punto de que algún prestigioso profesor universitario, Francis Fukuyama, anunció en un celebrado libro  que estábamos ya  en el “fin de la historia”.

Pero… esa misma historia es un fenómeno dinámico y repetitivo. Cuanto imperio territorial, militar o económicamente invencible  hubo, también se deterioró y terminó cayendo por la acción del tiempo y las ambiciones humanas (Roma, Babilonia. Egipto, España, etc.).

En todo caso, es entendible que cuando se  entra en el ocaso  puedan generarse resistencias y tensiones. ¿Es ese el caso del Estados Unidos de hoy obligado a convivir con realidades que no controla tales como el globalismo, los bloques comerciales. (Unión Europea , Mercosur, Tratado con México y Canadá, Comunidad del Pacífico, etc.) y con pueblos muchas veces agitados por doctrinas iconoclastas, (socialismo del siglo XXI,  yihad islámica, etc.)?

Lo cierto es que, guste o no, Estados Unidos es parte -importante sí- de un mundo cambiante, por  lo cual las añoranzas de sus pasadas glorias (aislacionismo, imperialismo, etc.)  siendo comprensibles, no parecen suficientes para afrontar las realidades de hoy.

Lo anterior viene a modo de prólogo ante la insólita declaración expresada recientemente por el presidente electo Trump afirmando que en la etapa  inicial de su política internacional promoverá  1) que Estados Unidos busque  revertir lo acordado en el Tratado Torrijos/Carter de 1977, que transfirió a Panamá el control del canal homónimo; 2)  que Canadá bien pudiera ser el Estado número 51 de la Unión y  3) que la compra de Groenlandia por los Estados Unidos puede ser una buena idea.

Lo interesante del caso es que aun cuando Mr. Trump se posesionará recién el 20 de enero, él  ya actúa como si estuviera gobernando y  por tal motivo, sus declaraciones causan efectos importantes, muchas veces negativos como es el caso en comento.

En primer lugar,  el Canal, sin negar la historia e importancia del mismo   para los Estados Unidos y el mundo, fue transferido a Panamá en 1999, como consecuencia de dos tratados internacionales (Transferencia y Neutralidad) suscritos en la sede de la OEA en Washington  en 1977 por el presidente norteamericano Jimmy Carter y su homólogo panameño Omar Torrijos en presencia de dieciocho jefes de Estado.  Fueron  ratificados por el Senado de Estados Unidos en marzo y abril de 1978 y en Panamá fueron  aprobados por plebiscito popular. Por  eso  es un compromiso legal no sujeto ya a pataleo posterior.

Adicionalmente, es interesante anotar que el Canal ha sido administrado por los panameños con sorprendente eficiencia y éxito económico cumpliendo con las garantías de libre paso  para todas las naciones y neutralidad estipuladas.

Lo anterior no deja de reconocer que el Canal es de vital interés para la seguridad nacional de Estados Unidos, pero hasta el momento no ha habido ninguna acción por parte de Panamá que permita alegar discriminación o infracción alguna.

Sin elaborar más sobre el asunto, la realidad es que antes de ocupar la Oficina Oval ya el señor Trump se ha asegurado la oposición y disgusto de toda América Latina, lo cual no luce como buen presagio.

En cuanto a Canadá no hace falta enfatizar la inescapable conveniencia de una estrechísima unión entre ambos países, lo cual, naturalmente, no impide la existencia de algunos desacuerdos y la necesidad de resolverlos. Es el caso que Trump aprovechando el gran deterioro político que sufre en la actualidad el primer ministro canadiense Trudeau ha tenido los riñones de proponer, sin desparpajo alguno, la idea que Canadá muy bien pudiera convertirse en el estado número 51 de la Unión toda vez que de esa manera se compensaría el déficit de balanza comercial que en la actualidad favorece a Ottawa. Deduzca usted, estimado lector, cómo cayó ese despropósito en el gobierno y la población del más cercanos aliado de Estados Unidos geográfica y políticamente.

Por si lo anterior hubiese sido poco, Mr. Trump lanza la peregrina idea de que sería conveniente que la isla más grande del mundo, Groenlandia  (más de 1 millón de kilómetros cuadrados), que es territorio autónomo bajo jurisdicción de Dinamarca (miembro de la OTAN) pudiese ser adquirida por Estados Unidos, siendo que la ubicación geográfica y geopolítica de esa isla domina las nuevas rutas marítimas entre el océano Ártico y el Pacífico, tanto más hoy día en que el calentamiento global está despejando esas aguas. Seguramente que Mr. Trump debe creer que aún estamos en la época en que Estados Unidos pudo comprar a Francia la Luisiana y Alaska a Rusia. No se requiere mucha imaginación para entender la negativa impresión que tal insensatez ha causado en Europa. Debe ser que el futuro mandatario cree -muy equivocadamente- que esas cosas se manejan como los negocios de su imperio inmobiliario.

En alguna otra entrega abordaremos el tema  de la imposición  e incremento de  barreras arancelarias a los productos chinos, mexicanos u otros. El lado brillante es el aumento de la recaudación fiscal y los obstáculos para las importaciones. El lado práctico es que al norteamericano que hoy puede adquirir un buen televisor  o computadora chinos a un precio razonable  (500 dólares), mañana le costará mucho más, siendo él quien en definitiva cargará con ese costo, que además contraerán el mercado y dispararán aún más la inflación cuya crítica fue argumento central de la campaña electoral del 2024 que lo devolverá a la Casa Blanca el 20 de enero, pero que ya causa ruido desde ahora.

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