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Si hay un elemento constante en la política exterior de Donald Trump es su desprecio por la diplomacia tradicional y su predilección por decisiones impulsivas, dictadas por el instinto más que por la estrategia. Su reciente propuesta para Gaza —expulsar a los 2 millones de palestinos y transformar el territorio en la Riviera del Medio Oriente— encapsula todas las fallas fundamentales de su visión internacional: improvisación, transaccionalismo e indiferencia hacia las consecuencias globales.
El plan de Trump, presentado sin coordinación con sus asesores y aliados, refleja una tendencia que ya vimos en su primer mandato: lanzar ideas sin considerar su viabilidad ni las implicaciones estratégicas. Como en otros episodios de su política exterior, desde su acercamiento con Corea del Norte hasta el manejo de la retirada de Siria (2019). Trump parece convencido de que resolver conflictos geopolíticos es tan sencillo como cerrar un acuerdo inmobiliario. En el caso de Gaza, su «solución» ignora tanto el derecho internacional como la realidad política de la región, al asumir que los países árabes aceptarán el reasentamiento forzado de palestinos sin una fuerte reacción política y social.
La propuesta también deja en evidencia otra constante de su diplomacia: el uso de la coacción y la amenaza en lugar de la negociación y el compromiso. En su visión del mundo, los países no son aliados o adversarios según valores compartidos o intereses comunes, sino meros jugadores en una transacción donde lo único que importa es la lealtad personal a él. Su inclinación por los regímenes autoritarios —ya sea en Rusia (Putin), Brasil (Bolsonaro) o Israel (Netanyahu)— responde a su preferencia por líderes que operan con lógicas similares a la suya: el poder como un fin en sí mismo, la política como un juego de suma cero y la ley como un obstáculo más que una guía.
Pero quizás el aspecto más riesgoso de su enfoque es cómo está influenciado por un círculo de aduladores y radicales que amplifican sus impulsos en lugar de moderarlos. En su primer mandato, figuras como el ex secretario de Defensa James Mattis y el ex asesor de seguridad nacional H. R. McMaster servían como barreras de contención a sus impulsos disruptivos.
El caso de Gaza es un microcosmos de su enfoque de sentido común. Su plan no solo es inviable, sino que también es una receta para el caos. La expulsión forzada de palestinos no solo provocaría una reacción violenta en el mundo árabe y musulmán, sino que también fortalecería a Irán y sus aliados, socavando décadas de política exterior estadounidense en la región. Mientras tanto, empresas estadounidenses como McDonald’s y Starbucks, ya afectadas por boicots en el mundo árabe, enfrentarían represalias económicas más severas. Y lo más preocupante: Israel, en lugar de fortalecer su seguridad, terminaría más aislado en el escenario global, quedando relegado a una posición de aislamiento diplomático.
Si algo ha demostrado la historia reciente es que la política exterior de Estados Unidos no puede reducirse a improvisaciones sin estrategia ni principios. Gaza no es un casino de Las Vegas ni una extensión de Mar-a-Lago. Y el mundo no es un negocio donde el hombre más agresivo gana. Es un entramado complejo de alianzas, historia y diplomacia que requiere estadistas con visiones de largo plazo. La propuesta de Trump es un recordatorio de lo que ocurre cuando la política exterior es dictada por la voluntad de un solo hombre en lugar de la realidad del mundo en que vivimos.
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