Aunque los analistas han observado matices y algunas aparentes contradicciones en los anuncios de Donald Trump, sobre cuáles serán sus políticas con respecto a los inmigrantes en Estados Unidos, hay dos lineamientos que lucen claros y consistentes: se propone expulsar a los casi 11 millones de inmigrantes “ilegales” que hay en esa nación norteamericana y, de forma paralela a esa enorme operación, sacar del país a todos aquellos que tengan vínculos con organizaciones terroristas.
Se trata, como se ha dicho, de dos enormes tareas. Incluso si la disposición de recursos económicos y logísticos para afrontar los dos desafíos fuese holgada, incluso así, cumplir con ambos objetivos, así sea de forma parcial, constituirá un esfuerzo de Estado semejante al que se realiza cuando se producen emergencias de cierta gravedad. Ambos son objetivos prioritarios en una nación en la que el tema de los inmigrantes ha adquirido un cariz cada día más controversial.
Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿Alguno de los dos asuntos mencionados -inmigrantes y terrorismo- será más importante que el otro para Donald Trump? Es difícil responder a esa pregunta. Pero, en principio, la cuestión no está planteada como un dilema, o uno u otro, sino lo contrario: ejecutar ambas acciones de forma simultánea, hasta donde ello sea posible. Como es obvio, hay un ámbito donde ambos objetivos se funden, por ejemplo, la detención y expulsión del territorio estadounidense de los integrantes del Tren de Aragua, doblemente ilegales: por el modo en que ingresaron a Estados Unidos, y como integrantes de una organización terrorista (recordemos que en septiembre, el estado de Texas dio un paso adelante y la definió como “organización terrorista”).
¿Deportaciones masivas y deportaciones selectivas son acaso programas que pueden ejecutarse con relativa facilidad y prontitud? Seguramente no serán pocas las dificultades, pero la respuesta a esas dudas no puede obviar que se trata de una de las más sonoras promesas del presidente electo de Estados Unidos, quien ha recibido un amplio mandato de los electores de su país. No solo cuenta con un potentísimo certificado político para actuar (por el modo en que arrasó en las elecciones), sino que dará inicio a su gobierno, el 20 de enero, con una oposición -el Partido Demócrata- deslegitimada, dividida, erosionada y derrumbada moralmente, una vez que el presidente Joe Biden ha indultado a Hunter Biden, el hijo que esperaba las audiencias de sus sentencias el 12 y el 16 de diciembre.
Lo previsible es que ambas políticas tengan impacto en nuestro país. Lo saben las decenas de miles de compatriotas que escogieron Estados Unidos como su destino, cuando decidieron huir de Venezuela: saben, como lo saben los inmigrantes provenientes de otros países de América Latina, que la amenaza de deportación tiene un carácter inminente.
He leído cifras muy distintas, pero a pesar de ello las consignaré aquí como referencia: habría cerca de 600.000 venezolanos en Estados Unidos. Más de 250.000 formarían parte de la categoría “sin estatus legal” (es decir, forman parte de la masa que, en lenguaje corriente, se califica de “ilegales”). Si estos dos datos son erróneos, lo más probable es que lo sean por subestimación y que ambos datos sean, en realidad, más elevados.
Apenas se pone el foco en Venezuela, de inmediato se advierte la problemática que el régimen de Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino representa para los objetivos, políticas públicas y presupuestos gubernamentales de Estados Unidos y otros 12 gobiernos del continente -Brasil, Colombia, Perú, Argentina, Chile, Panamá y México, estarían entre los más afectados-. En cada uno de esos países saben que, de no producirse el cambio político que ordenaron los electores el 28 de julio, vendrá una nueva oleada migratoria todavía más trágica que las anteriores.
Debo recordar, además, que el gobierno de Maduro constituye un peligro por su participación en el negocio del narcotráfico: así lo advierten distintos informes publicados por organizaciones profesionales expertas. El territorio venezolano se utiliza como puerto de salida aéreo o marítimo de toneladas de cocaína que viajan hacia Centroamérica o directamente a Estados Unidos. Las operaciones del Cartel de los Soles no sería posible sin la participación cómplice del alto poder venezolano.
A lo anterior hay que añadir otro asunto, cuyo potencial es de verdadero riesgo: los lazos diplomáticos, políticos, comerciales y militares que Maduro mantiene con Hezbolá y Hamás; con Irán y con las narcoguerrillas de Colombia; con las feroces dictaduras de Cuba y Nicaragua; con la perversa China de Xi Jinping: un régimen con ese cartel de relaciones activas y en expansión no puede obviarse. Son todos enemigos de la democracia, que usan nuestro territorio como base operativa para operaciones políticas, propagandísticas, refugio para fugitivos, penetración demográfica y hasta de plataforma de espionaje y planificación militar.
El asesinato del teniente Ronald Ojeda en Chile es una demostración inequívoca, además, de que Maduro está dispuesto a violar el principio de la soberanía de los países para perseguir, secuestrar y asesinar a los opositores donde se encuentren. Solo este hecho justifica la extendida preocupación que ahora mismo comparten todos los países de la región, cuyas cancillerías y organismos de inteligencia lo repiten a diario: el grupo gobernante de Venezuela es una peligrosa banda delincuencial, capaz de ejercer sus métodos criminales más allá de las fronteras venezolanas.
Estos factores, sumados al descarado fraude electoral que el régimen intentó el 28 de julio y que ha sido denunciado en todo el planeta, adquieren, en la agenda del presidente Trump, un estatus prioritario: actuar a favor del cambio político en Venezuela es actuar para asegurarse de que algunos de los propósitos fundamentales de su gobierno sean sostenibles y puedan cumplirse a cabalidad.