No tengo la menor idea de cómo influyó la pandemia de hace un siglo en las elecciones de 1920. Murieron más de medio millón de norteamericanos cuando el país tenía un tercio de los habitantes que hoy recoge el censo. Las mascarillas y la “distancia social” eran casi la única medicina disponible. Así había sido desde la Edad Media.
Algo sucedió y los demócratas perdieron la Casa Blanca estrepitosamente, pese a haber contribuido decisivamente a la victoria durante la Primera Guerra Mundial. El republicano Warren G. Harding tuvo a su favor la mayor proporción de votos que recuerda la historia de las confrontaciones presidenciales entre republicanos y demócratas: ganó por 26% de los votos. Fue una paliza. Un “landslide”.
Si las elecciones fueran hoy, y no dentro de cien días, ganaría Joe Biden. Lo dicen todas las encuestas, incluidas las de la cadena Fox. ¿Por qué? Porque ni Donald Trump (ni ningún otro presidente) podía enfrentarse a la devastación dejada por el virus en Estados Unidos: millones de desempleados, miles de empresas cerradas, decenas de miles de muertos y una certeza de inflación futura, cuando se disipe la humareda, mientras la máquina de imprimir billetes no se detenga.
Por supuesto, no es posible culpar a Trump de las consecuencias del covid 19, pero sí le pasarán la cuenta en las urnas por sus indecisiones y sus imprecisiones. Comenzó restándole importancia al virus y negándose a colocarse la mascarilla, y acabó admitiendo la peligrosidad letal de la enfermedad y, como cualquier persona más o menos sensata, se colocó la mascarilla. No era cuestión de valentía sino de responsabilidad. Trump no ha sido responsable. Eso es lo que revelan las encuestas.
Tampoco se puede elegir impunemente entre el contagio y el trabajo. Cualquier selección conlleva un castigo. Si trabajas aumenta exponencialmente el riesgo de adquirir la enfermedad y la posibilidad de morir. Si no trabajas se paraliza o ralentiza la economía. Si el gobierno subsidia a las empresas y a la empleomanía que optan por no trabajar, sobreviene un proceso inflacionario. Palos porque bogas y palos porque no bogas.
Es inútil tratar de enfrentarse al desolado panorama nacional con acusaciones de que Biden padece de senilidad, o volver al ritornello de que los rusos se robaron las elecciones del 2016 o de que el FBI espió a Trump. La mayoría de los votantes no se van a guiar por las trece categorías seleccionadas por el profesor Allan J. Litchman para poder predecir el ganador de la contienda el próximo 3 de noviembre. Esa era la campaña hasta principios de abril, cuando el profesor, un serio especialista que suele acertar en sus predicciones, daba como vencedor a Trump.
Biden gana incluso en los estados dudosos que le dieron el triunfo en 2016 por 77.000 votos repartidos entre 4 estados clave. Joaquín Chaffardet, un acucioso abogado, exiliado venezolano, de acuerdo con las encuestadoras más solventes, ha preparado unos cuadros estadísticos que revelan lo que en julio 19 sucede en los 13 estados convertidos en “swing states”: Carolina del Norte, Pennsylvania, Arizona, Florida, Ohio, Wisconsin, Minnesota, Nevada, Virginia, New Hampshire, Colorado, Texas y Georgia. En todos gana Biden. Asombroso. Incluso en Texas y Georgia. Desde los 20 puntos que le lleva en Pennsylvania, hasta la fracción de un punto con que ganaría en Texas, todas son buenas noticias para Biden, incluidas, repito, las encuestas de Fox.
Naturalmente, faltan cien días para las elecciones y en ese periodo todo puede torcerse para los demócratas. ¿Cómo pudiera Trump remontar las encuestas y derrotar a Biden? Lo lograría si persisten los disturbios surgidos a partir del asesinato en segundo grado de George Floyd, el afroamericano que fue asfixiado por un policía en Minneapolis ante la inapelable cámara de un transeúnte, y si Donald Trump consigue convencer a la mayoría de sus compatriotas que él es el único líder con la energía y el carisma para detener la sinrazón y los desórdenes que se observan en el país.
Lo que no se puede admitir –y para ello, supongo, se prepara el establishment republicano de los Bush y Romney, arrepentidos de concederle la franquicia del partido a Trump tras su contundente victoria en las primarias- es que este descalifique la democracia estadounidense desconociendo los resultados electorales, invocando un fraude que solo existe en su imaginación poblada de convenientes conspiraciones estrafalarias.
A la postre, siempre le quedará la melancólica excusa del monarca español Felipe II con el objeto de explicar su fracaso ante el desastre de la “Armada invencible”, fletada para invadir Gran Bretaña en 1588, pero dispersada o hundida por una tormenta en el Canal de la Mancha: “Yo envié mis naves a pelear contra los hombres, no contra los elementos”. Trump pensaba ganarle al candidato de los demócratas. No al maldito coronavirus.