El 10 de noviembre, y antes, el 20 de octubre, los bolivianos parecieron estar en una escena de Halloween: el gobierno de Evo, que ya había intentado con “¿Truco?” y al no funcionarle y ser descubierto en uno de los episodios más ramplones de cálculo político fallido, intentó con “¿Trato?”, pero ya era tarde.
Desde entonces dos representaciones sociales de lo ocurrido en Bolivia luchan por imponerse como dominante: la del golpe, manejada sobre todo por el aparato propagandístico de la izquierda, siempre más eficiente que sus gobiernos, y que procura superar la desmitificación de la fe revolucionaria generada con la crisis del marxismo y el derrumbe del socialismo.
La otra representación que entra en la pugna por hacerse dominante es la sostenida por lo que suele llamarse derecha, pero que es mucho más amplia, pues a ella se suman movimientos sociales y movimientos políticos socialdemócratas y que afirma que no se trata de golpe alguno.
Esta corriente expresa que el proceso que desaloja a Evo Morales del poder está conectada íntimamente con un fraude electoral, técnicamente probado en el informe de la OEA y en el desconocimiento por parte de Evo del referéndum que se realizó el 21 de febrero cuyo objetivo fue la aprobación o rechazo del proyecto de modificación constitucional para permitir al presidente y al vicepresidente del Estado boliviano postularse a ser reelegidos. El «No» ganó con un total de 51% de los votos, mientras el «Sí» obtuvo 49% de votos restantes.
Golpe o no golpe, he allí la cuestión. En todo caso, el modelo personalista de Morales entra en crisis. Hasta ese momento, había tenido éxito económicamente y políticamente. En el proyecto de Evo Morales el espacio político se había construido mediante apelaciones de motivaciones emocionales y morales; el mismo dice que su “pecado es ser indígena y pobre” y con esos argumentos empezó a construir su espacio político y el de todos los bolivianos interpelados como masas, movidos por afectos y pasiones. Y eso resultó en lo que suele resultar los modelos de este tipo: un mesías intolerante que se rebela contra toda idea que pretenda sustituirle.
El 10 de noviembre sus aparatos de poder, inequívocamente autoritarios, (primero, el TSJ boliviano que inconstitucionalmente había cambiado la decisión del ciudadano en el referéndum y en segundo lugar, el Tribunal Supremo Electoral que cambió los resultados electorales que la gente se había dado y que remitía a una segunda vuelta) fueron rebasados en su ámbito de validez por el movimiento de la sociedad civil, de los partidos organizados en la oposición y fundamentalmente por los que tienen el monopolio de las armas: las fuerzas policiales y el Ejército y lo sacaron del poder.
¿Es ese un golpe de Estado? Algunos dirán que sí, que tiene los elementos de un golpe. Pero es que acaso, Morales una vez que llamó a una nueva elección y a la renovación del TSE no estaba asumiendo que el fraude se había originado. Es que acaso, ¿no estaba Evo en conocimiento de esa operación? Pues en un gobierno de naturaleza personalista es casi imposible que una operación semejante, de tal envergadura, no sea del conocimiento del líder todo poderoso. Y eso obviamente le retiró la legitimidad a Morales y dejó de tener la autoridad que emana de la legitimidad por origen. Como consecuencia, el poder se desplazó del Ejecutivo a la sociedad civil y al movimiento cívico politizado conjuntamente con la policía y el Ejército.
La discusión seguirá: fue golpe o no. En todo caso, la crisis boliviana no está cerca de resolverse; veremos si las autoridades que resulten puedan organizar el orden y la paz dentro de la democracia. Pues en todo caso es desde el poder de donde se organiza el orden social y político.
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