OPINIÓN

Troyanos

por Asdrúbal Romero Asdrúbal Romero

Ilustración: diario La Razón

 

El estrepitoso derrumbe de la economía del país se ha constituido en el principal factor causante del desmontaje de todo el aparato nacional de servicio público. Ya va resultando evidente a casi toda la población que no contamos, en la práctica, ni con educación ni salud públicas. Pero también, muchos otros organismos autónomos, empresas públicas y privadas han sido destruidos. Algo muy triste, y en cierta forma inexplicable, es el hecho de que en esa dinámica destructiva, que bien podría calificarse de suicida, el régimen haya contado con la complicidad activa de colectivos que hacían vida al interior de esas instituciones –en algunos casos todavía lo hacen–.

Como me señaló un experto en temas laborales una vez: el principal ariete de destrucción –algo así como la gigantesca bola de demolición de edificios– ha sido convertir el trabajo en las instituciones en algo que ha dejado de tener sentido. ¿Cómo puede pretenderse que un maestro se movilice hacia una escuela para enseñar, cuando solo el costo de trasladarse hacia ella es superior a lo que devenga como salario? Solo el más redomado cinismo lo puede pretender. O como dice Savater: “Ese cinismo supremo que niega lo más evidente confiando en que esa misma desmesura acabará por hacerlo asumible”. Catorce ceros de la moneda se fueron por la borda y el consecuente desplome salarial se ha encargado de la mayor parte de la demolición. Y no quiere decir esto que recibir, para el presupuesto de mantenimiento de la flota de transporte de una universidad, un monto inferior a lo que podía costar un café en una panadería de lujo no haya sido también demoledor –dato esperpéntico pero verificado en su momento–. Pero insisto: el deslave salarial se convirtió en la más eficaz herramienta de destrucción y este incontrovertible hecho es el elemento central al que apelaré para argumentar lo condenable de la conducta de los colectivos cómplices.

Podía resultarnos perfectamente comprensible que en los inicios de la supuesta revolución bonita estos colectivos e individualidades que, por razones ideológicas, simpatizaban con el chavismo hicieran valer su vinculación con el gobierno amigo. En su mayoría, su actividad se concentraba en el ámbito de asociaciones gremiales o sindicatos. Mi argumento es que esa cooperación o colaboración interna con lo que el gobierno, devenido en tiránico régimen, pretendía desde el exterior de las instituciones debió tener un límite. Un “hasta aquí les acompañamos” que, en términos temporales, como muy tarde debió haberse producido en los inicios de la segunda década de este siglo. Ya para esa época, era evidente que las condiciones de trabajo, salariales y ocupacionales, estaban siendo mermadas a un ritmo predictor de lo ruinosas que hoy día son y que las organizaciones en las que ellos laboraban perdían de manera muy acelerada sus capacidades para poder llevar a cabo su misión.

El dilema de conciencia tuvo que haber tocado a la puerta de estos colectivos. ¿Se mantenían en la línea de, genuinamente, defender a quienes decían representar o se confabulaban con el régimen para traicionarles mediante su cooperación activa en el proceso de su ruina? Otro dilema de similar naturaleza tendrían que haberse planteado con relación a las instituciones que tanto amor juraban profesarles. A quienes optaron por lo segundo; que todavía, increíblemente, son bastantes y que aún mantienen el poder de representación gremial en varias de estas instituciones destruidas, les he bautizado con el término de troyanos –lo mío fue un acto original, sin desmedro de que a otros autores se les haya ocurrido apelar a esta misma denominación–.

En el área de los virus informáticos, el término troyano se utiliza comúnmente para referirse a las peligrosas aplicaciones que los hackers infiltran en los sistemas de las personas y empresas para alcanzar non sanctos objetivos. Supongo a su vez que el término fue inspirado por la leyenda del caballo de Troya, aquel gigantesco  artilugio de madera cuya panza contenía los guerreros infiltrados que se encargarían de propiciar la destrucción de la mítica ciudad. También en Venezuela, el régimen nos ha infiltrado mediante un movimiento troyanista que continúa haciendo mucho daño y que además se extiende hacia otros ámbitos habitados por las élites.

Su infección ha sido particularmente virulenta en el medio universitario. Recientemente, en mi querida UC, un troyano muy destacado en estas lides accionó como autor material para lograr la suspensión de las elecciones rectorales –damos por supuesto que su nefasto éxito es el resultado de la confabulación con actores políticos del régimen y quizás hasta enmascarados troyanos por identificar–. Eternizado en el poder gremial desde el siglo anterior, este oscuro personaje continúa impertérrito en su misión troyana. Baste con decir que ha sido el gran aliado ucista del presidente permanente de la Federación de Troyanos Universitarios de Venezuela, Carlos López, el ubicuo responsable de utilizar su federación esquirola, la FTUV,  para la firma de convenios laborales con el Ejecutivo para todo el sector universitario a las espaldas de las legítimas asociaciones gremiales. Han sido los cultores del paralelismo sindical que tanto le ha servido al régimen para perpetrar la ruina de los universitarios.

El infortunado episodio de la suspensión electoral me ha incitado a rehacerme una pregunta que siempre me ha perturbado: ¿cómo es posible que estos troyanos puedan continuar propiciando destrucción a su antojo, año tras año, sin que se produzca algún tipo de reacción interna de la cual se derive un clamoroso y aleccionador STOP a sus pérfidas andanzas? ¡Ocurre lo contrario! Si es que hasta la Orden al Mérito de la UC le ha sido impuesta hace muy pocos años al legendario Hernán Barrios. A veces pienso que los venezolanos compartimos un curioso gen psicológico, que nos permite convivir con quienes se han encargado de hundirnos una daga en la espalda y tratarlos con la corrección política del caso, como si ellos fuesen dignos miembros de la organización a cuya destrucción han contribuido.  A estas alturas ya nuestras escuelas de psicología, o la Asociación Nacional de Psiquiatría, deberían habernos provisto de algún indicio sobre cómo el venezolano ha heredado, y fortalecido con el tiempo,  esta ligereza de carácter. Aunque suele tipificarse  como un valor positivo de nuestro gentilicio: ¿será que lo es en las actuales circunstancias? Habría preferido que en este marco de traición, destrucción y ruina, hubiésemos reducido unos cuantos miligramos el nivel de “orchata” en las venas. A mí, les confieso, es algo que me distancia de nuestro enaltecido gentilicio. ¡Ya basta de tragar tanta excreta troyana!