El ejercicio de la (deducción) inteligencia me impulsa a sostener que los seres humanos hemos sido, «en grado de protervus persistencia», víctimas de quienes gobiernan. No es fortuito que los hombres y mujeres que obran de buena fe hayan exhibido, y actualmente todavía lo hagan, aversión hacia quienes se «hacen del poder».
En el mundo, siempre convulso, nuestras circunstancias sociales tienen causas que pueden develarse hasta en los nombres de los países. Por ejemplo, Alemania (del Lat. «germanus», como se les definió a crápulas que amancebaban en tropel para cometer en aquellos confines de la Historia Universal de los Pueblos, como «supremacía»).
Quienes delinquen «en concierto» encienden luces que develan su «hermandad», infalible comunión durante sus praxis conspirativas mientras las víctimas nos dispersamos en fatuo discernimiento respecto a las causalidades.
Sobre la Providentia yo nunca prodigaré ningún discurso a nadie: fuera o en mi psiquis está, subyace «en sitio» por cuanto discernimos respecto a ella, y no la aboliré filosóficamente. Su filiación con el «Intellectus» es irrecusable. Todo poder que ciertos individuos ejerzan sobre otros de imperio deviene, apócrifo se diga que de divinidad inaprehensible. Son sujetos monstruosos, preñados de maldad y armados.
Pareciera que el gen (del Lat. «genus»: linaje, raza, también «de acepta significación» botánica ADN o «generesis») del mandatario que desacata un mandato dilucida la irreparable querella entre quienes cohabitan pacíficamente y los que buscan «hacerse del poder», tras diversidad de artificios. Motivo por lo cual, afirmo que quienes pretenden su consecución primero deben instruirse en los habilidades de «forajido»: timar, usurpar, aprovechamiento de bienes e inmuebles provenientes del delito, violar derechos civiles (y, más: diría que -ad infinitum- porque los crímenes contra la Humanidad se renuevan o evolucionan adecuándose a ciencias, tecnologías y la ficción).
No me asusta que se infiera que el exarca de la Antigüedad griega (del Lat. «exarchus» o jefatural militar supremo) lo haya sido por concesión de una dignidad inferior al patriarca que simbolizaría a Dios, ello sin menoscabo de sus múltiples nombres. El exarca, rey, virrey, monarca, emir, feudatario, primer magistrado o comandante lucen tropel asociado en prácticas detestables, representan al tirano arquetipo que inspira aversión y suspicacia.
Vemos grupúsculos de convictos y confesos que son intocables: se exhiben desquiciados, mentirosos, pero letalmente armados. Pero, el vulgo falaciego ante ellos, temeroso, sufraga en flagrancia de simulación democrática. A favor de tiranocacas (Lat. «tyrannus cacare») sometidos al repudio de pueblos que férreamente fustigan, mediante el ejercicio de su indiscutible férula, y a señalamientos internacionales de sus delitos de lesa humanidad. Lo vimos durante el siglo XX y persisten en el XXI, cuando nuestra infausta especie ya no resiste más violencia política ni tiranías sangrientas.
Nunca percibimos mayor celebración mundial de impunidad y dispendio entre «tiranocacas» que la de ladrones de tesoros públicos convertidos en magnates: inimputables por su condición de jefaturales principales, con férreo e inmoral control de los poderes públicos, licencia para empobrecer poblaciones y condenarlas vivir esclavas mientras ellos llevan una existencia escandalosamente privilegiada junto a sus comendadores (lacayos).
Desde el instante de su nacimiento, a millones de humanos se expiden prematuros certificados de defunción. Jamás experimentarán vivir en paz sobrellevarán una existencia precaria. Desde sus días de infante, escucharán a los adultos elogiar la Teosofía del Exterminio de Humanos.
@jurescritor
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