De alguna forma, nuestra vida la modelamos nosotros mismos. Es cierto que hay muchos acontecimientos ajenos a nuestra voluntad que nos influyen notablemente, y de ellos hay una distinción fundamental, consistente en que aquello que nos pasa puede ser positivo o negativo, que nos alegre o nos entristezca, que nos empuje hacia adelante o que nos paralice, pero, sea lo que sea, es nuestra vida. Y quizá la principal o mejor forma de encararla es la de una aceptación no conformista. Al decir aceptación quiero resaltar la importancia que tiene para nuestra estabilidad emocional el conocimiento de nuestros límites. Es importante aceptar la justa medida de nuestras acciones y proyectos, aunque modulándolos siempre con el afán de superación. El «sí puedo» tiene un componente importante de la voluntad que pongamos en el empeño.
Hace ya tiempo que, sin afán de agotar el tema, resumí las claves para tener una vida lo más plena posible en tres palancas: empatía, energía y entusiasmo. Las tres están muy condicionadas por la voluntad que pongamos en tenerlas y practicarlas, ya que, en gran medida, depende mucho de nosotros mismos el impregnar lo que hacemos con esas tres cualidades.
La empatía, entendida como la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos, tiene un camino de ida y otro de vuelta: nos hace felices practicándola y hacemos feliz a la vez a quien recibe nuestro afecto y cercanía. Ser empático, o no, lo apreciaremos mejor si nos ponemos a pensar en lo contrario, es decir, que fuéramos en todo momento antipáticos. Nada deseable ni para nuestra felicidad ni para la de los que nos rodean.
Podríamos decir que la empatía es una cualidad personal y la simpatía es la práctica de aquella en nuestro trato con los demás. No es mal ejercicio mental el imaginar nuestro trato con los demás siendo antipáticos. Seguro que nos parece poco deseable. Lo que importa resaltar es que la empatía podrá costar más o menos a nuestra voluntad, y es algo que se consigue con esfuerzo personal y con el objetivo de agradar a los que nos rodean. Quizá la mejor o peor definición de alguien por el que nos preguntan sobre su forma de ser es la de «es muy simpático» o «es muy antipático». Luego, con el trato personal, lo comprobaremos y reafirmaremos, o no, pero de entrada es algo importante como definitorio de la persona. Que a una persona la definan como simpática o antipática tiene gran importancia, pues la describe globalmente en su trato con los demás. La empatía es como el agua fresca en un día caluroso de verano. Tener empatía es abrir el alma.
La energía se entiende muy bien considerando la cualidad contraria, que podríamos definir como vagancia, dejadez, indiferencia o apatía. El poner en todo lo que hacemos energía supone creer en nuestros propósitos y tener un afán de conseguirlo y desde luego tiene una clara dosis de contagio. A veces ser enérgico se identifica con el mal genio o la intransigencia, y no es así porque la energía es un factor muy positivo para emprender, para lograr y para disfrutar de lo conseguido y, como todas las cualidades humanas, tiene un componente –vamos a decir– innato, pero en muy buena parte es una cualidad a la que se puede llegar con esfuerzo y voluntad.
La energía, además, presupone una convicción íntima: si te gratifica lo que debes hacer, serás más feliz, y si lo odias, serás esclavo de lo que haces. Es algo que merece la pena y que compensa el esfuerzo que pongamos en ello. Si uno no está convencido de algo, es muy difícil que pueda conseguirlo y casi me atrevería a decir que, si no es así, es mejor no hacer nada, porque el resultado no sería positivo, o al menos satisfactorio.
Respecto al entusiasmo, de las acepciones que se otorgan al término yo me quedo con la de que es una adhesión fervorosa y animosa que mueve a favorecer una causa o empeño. No debemos confundir el entusiasmo con un desbordamiento de los sentidos (aunque también lo sea), sino con una adhesión anímicamente profunda y fuerte a aquello que hacemos o proyectamos hacer. Desde el punto de vista etimológico, viene del griego ‘endón’ y ‘teós’, que significa «una persona que tiene a Dios dentro», y del latín ‘enthusiasmus’, que se traduce como «inspiración o posesión divina». Es más bien un sentimiento interno que una manifestación más o menos ruidosa de nuestro estado de ánimo.
Una de las cualidades que supone un tesoro personal es poner entusiasmo en todo lo que hacemos, obviamente, en todo lo que hacemos con un sentido positivo para nuestras vidas. Tan es así que si hacemos algo con desgana, pereza o desinterés es muy difícil que nos traiga nada positivo para nuestra existencia y la de nuestros allegados. Además, como suelo decir a veces en reflexiones similares, ser entusiasta es gratis y no cuesta nada. En un sentido material o anímico es poner ilusión en lo que hacemos, con la seguridad de que, aunque aparentemente no dé frutos tangibles, los tiene al menos en nuestra satisfacción personal, lo cual no es poco.
En definitiva, todas las reflexiones anteriores nos llevan a concluir que lo más importante de nuestras vidas es la felicidad. La nuestra personal, la de nuestra familia y la de nuestros amigos, y por tanto la de todos aquellos con los que convivimos. La felicidad nunca se consigue con el odio, sino con el amor y el afecto.
Hay un pensamiento que anima mucho para lograr aquello de lo que hablamos, y es pensar cómo sería nuestra vida odiando o no amando aquello que inevitablemente tengamos que hacer, soportar o dejar de hacer.
Para ser feliz hay que conseguir que lo sean aquellos que nos rodean y a los que queremos. No se puede ser feliz en solitario, pues el examen final de nuestra vida será de amor, y amar es compartir.
Artículo publicado en el diario ABC de España