Los libros que cambian para siempre la literatura no tienen siempre la suerte de ser reconocidos por su trascendencia a la hora de publicarse, ni salen a la calle en grandes tiradas. Azul de Rubén Darío, publicado en Chile en 1888, se imprimió en una modesta edición, financiada por amigos del poeta; y despreciado por la prensa local, no estalló como una novedad sino cuando don Juan Valera, sumo sacerdote de la crítica entonces, le dedicó desde Madrid dos de sus Cartas americanas.
Quizás la excepción más señalada se da ochenta años después, cuando aparece en 1967 en Argentina Cien años de soledad, cuya primera edición se agota en pocos días, y, poco tiempo después, Gabriel García Márquez, de visita en Buenos Aires, es ovacionado de pie cuando se descubre su presencia en un teatro al que había concurrido como espectador. La corona de lauros sin atrasos.
En 1922, hace ahora un siglo, se publicó en Lima Trilce, de César Vallejo, que cambiaría de manera radical la lengua, y que corrió entonces una suerte peor que la de Azul. Para empezar con los infortunios, Vallejo había recién salido de la cárcel de Trujillo, donde escribió parte de los poemas del libro, preso por represalia política bajo la acusación de incendio y saqueo en su pueblo natal de Santiago del Chuco.
Trilce fue impreso en los talleres tipográfico de la Penitenciaría Central de Lima, sufragado por el propio autor, que retiraba por parte los ejemplares en la medida en que los iba pagando, para venderlos a tres soles cada uno, sin asomo de éxito de público, ni tampoco de crítica. Los viejos, recuerda su contemporáneo Luis Alberto Sánchez, lo calificaban de disparate, y los jóvenes de mera pose.
Ya impresos los primeros pliegos resolvió cambiar el nombre que había elegido, Cráneos de bronce, por el otro tan luminoso de Trilce, y resolvió también firmar con su propio nombre y no con el seudónimo de César Perú, dos decisiones muy afortunadas. Trilce, una invención absoluta, es el mejor nombre que pudo hallar para este libro tan imprescindible como imperecedero.
El prólogo fue escrito por su amigo, el político y periodista Antenor Orrego, quien decía en el mismo: “César Vallejo está destripando los muñecos de la retórica. Los ha destripado ya… ha hecho pedazos todos los alambritos convencionales mecánicos…”. Era cierto. Y Vallejo le escribió en una carta: “El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás”.
Trilce era el puente de libertad que Vallejo tendía, en soledad incomprendida, entre el modernismo, del que era un ejemplo postrero su libro anterior de 1919, Los heraldos negros, y la vanguardia, que aún no existía como movimiento.
Un adelantado que descoyuntaba las palabras, trastocaba la sintaxis, creaba neologismos, convertía los verbos en sustantivos, despellejaba el lenguaje hasta dejarlo en carne viva, porque su propósito no era espantar a los incautos con novedades provocadoras, un simple juego pirotécnico donde lo que importara fuera el artificio, sino calcar sus amargas experiencias de vida, la soledad y el sufrimiento. Un espejo oscuro en el que cada uno llegara a encontrar su propia claridad, y con el que revelaba la pesadumbre de la intimidad: la muerte reciente de su madre; una pena amorosa que pareciera de letra de bolero, porque su amada se alejaba de él, enferma de tuberculosis; la injusticia de la cárcel que no hacía sino revelar la injusticia social de un país estructuralmente injusto.
El atrevimiento desmedido, que después se vuelve herencia cuando entra en el caudal incesante de la lengua, llama siempre al asombro, al descrédito, a la burla: La simple calabrina tesórea/que brinda sin querer, /en el insular corazón,/ salobre alcatraz, a cada hialóidea grupada./Gallos cancionan escarbando en vano…
Y Dobla el dos de noviembre, sin campanas. El presentimiento es una rama que va, viene, sube, ondea, sudorosa, fatigada. La piedra es almohada bienfaciente. Y las palabras buscan los entreveros de la infancia en el hogar desierto ya para siempre, metido en los escondrijos del pasado. Aguedita, Nativa, Miguel, los hermanos que se vuelve sombras en la memoria. Y acaban de pasar gangueando sus memorias / dobladoras penas, / hacia el silencioso corral, y por donde / las gallinas que se están acostando todavía, se han espantado tanto. / Mejor estamos aquí no más. / Madre dijo que no demoraría”. Dijo que no demoraría, y no volverá.
Ese año de 1922 se publican otros dos libros capitales de la literatura universal: Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T.S. Elliot. También, como Trilce, son propuestas de ruptura incomprendidas, que se adelantan a su tiempo, y se publican en ediciones escasas, entre múltiples dificultades.
Joyce comentaba sobre La tierra baldía lo mismo que se podría decir de su propio Ulises, y así mismo de Trilce: “Los dos nos hemos rebelado contra los clichés, por eso no nos perdonan quienes no saben hacer otra cosa que repetir lo ya manido hasta la náusea…seguro que van a decir, como sé que lo dicen de mí, que carece de lógica. Pero no se trata de hacer proposiciones lógicas… lo que el escritor tiene que hacer hoy es trasladar emociones, y estas tienen un componente irracional… entonces no hay que despreciar lo irracional”.
Y el propio Vallejo agrega sal a la misma herida: “La gramática, como norma colectiva en poesía, carece de razón de ser. Cada poeta forja su gramática personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su prosodia, su semántica. Le basta no salir de los fueros básicos del idioma…”
Cerrad aquella puerta que/ está entreabierta en las entrañas de ese espejo, dice Vallejo en Trilce. Y con eso lo dice todo.
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