Murió Judit. Existen personas que uno ha conocido y las pretende inmortales. Será porque al brincar permanentemente en la memoria, nos acompañan, como si nada. Trascendencia que llaman. ¿Cómo va a morir Judit Gerendas? Los salones de Letras en la UCV la recordarán también, pausada, centrada, alegre. Indudablemente molesta ante alguna injusticia o ante sus adversarios intelectuales.
Judit fue la tutora de mi tesis acerca del siglo XIX en el teatro venezolano. Todavía hoy me pregunto cómo la convencí de hacer eso. ¿Por qué acudí a ella? Era perfeccionista. Detallista a no poder más. No se andaba con pajaritos por las ramas, ideando imágenes chocantes con la vida. Por el contrario, escudriñaba en los textos hasta producir conocimiento, en una frase inolvidable en ella. Pasión de investigadora tenía. Y eso, en mucho me motivó a llevarle finalmente mi interés, un interés en el que trabajé por años. De hecho un día en su chica oficina me dijo: «Ah no, William. Hasta aquí. Basta. Es la hora de entregar el manuscrito y de graduarte». Eran cincuenta años del teatro en Venezuela, en los que hurgaba. Al momento de recibir el diploma, me encontraba en Puerto Ayacucho, en lides de un festival internacional de teatro allá. Me llamó y dejó mensajes preocupadísima en casa. Me gradúo por secretaría, después; fue mi respuesta a mi padre y a ella. Más vale que no. Usted no. Usted se viene a graduar en el Aula Magna. Tuve que ir y volver. Casi a juro.
¿Como la convencí, si ella, como me hizo saber, no era especialmente estudiosa del teatro venezolano? Me recomendó un especialista en literatura venezolana. Le dije que no. Porque la tesis es también asunto de empatía. Mis cursos sobre la novela latinoamericana allí los tomé con ella. Además, ella reconocía mi mirada sobre esos largos, profundos textos. Era lógico, cualquier electiva, como la de Alejo Carpentier, era primera opción en mis preferencias. Sabía que iba a aprender mucho en cada sesión. Escucharla. Ver su reacción ante las intervenciones, siempre anotadas en su grueso cuaderno como registro de cada curso, su disposición a atender hasta a la cantidad de oyentes que siempre merodeaban la escuela. Una vez uno, evidentemente drogado, intentó hasta bajarse el pantalón en el recinto. Todos le caímos encima con amonestaciones y ella le pidió muy calmadamente que abandonara su aula. Como aquel hizo. Infundía un respeto desde su máxima autoridad. Le llevé mis manuscritos. Le conté cómo algunas obras tuve que copiarlas literalmente a mano, que allí estaba una de Andrés Bello, que había consultado yo a Pedro Grases, todo esto mientras sacaba de la gran bolsa plástica oscura, texto sobre texto. Le dije que en Venezuela hubo un Don Juan. Mi acción -casi teatral- era convencerla. Lo logré. Y menos mal.
Su anhelo de investigación la llevó a crear una revista de difícil sostenimiento. Pero ahí quedan sus aportes al análisis literario. Su libro sobre la obra de Miguel Otero Silva es marcador para todos los estudiosos posteriores. Y también lega sus aportaciones tan valiosas a la creación: La balada del bajista, su novela entre música y teatro; La escritura femenina, de una dulzura trascendente, cuento con el que obtuvo el Premio Anual de este periódico en 1996, así como los relatos de Volando libremente, hace veintitrés años.
¿Cómo no tributar, así sea tan levemente, a quien tanto dio a la literatura en Venezuela? ¿Cómo no tributar a quien tanto nos enseñó para nuestros acercamientos a la literatura y a la vida? Judit, aunque nacida en Budapest, era muy, muy, venezolana. La recuerdo cargada de libros, carpetas y notas que nos entregó sin ningún tipo de egoísmo. Sus consejos bien que sirvieron para la continuación en el posgrado en la USB de la mano de otros grandes. Pero hoy este homenaje le toca, lágrimas incluidas, a Judit. A su enorme recuerdo en mí.