Andrés Eloy Blanco falleció el 21 de mayo de 1955, en Ciudad de México, a causa de un accidente automovilístico. Hace 67 años. En el recuerdo perenne, tres glosas a tres discursos suyos.
I
Era el 12 de abril de 1945. En la mañana, el mundo conoció la noticia de la muerte de Franklin Delano Roosevelt. En la tarde, el pueblo de Caracas –allí estábamos los estudiantes de entonces- tomó las calles y se congregó en el ancho espacio que había entre el Teatro Municipal y el Hotel Majestic, este último desaparecido tiempo después.
Varios oradores intervinieron en el espontáneo y multitudinario acto que se realizó para exaltar y honrar la memoria del gran presidente norteamericano que nos acababa de dejar.
Para clausurar la inmensa asamblea, Andrés Eloy Blanco subió con paso ágil –tenía 49 años de edad- la escalera que lo conducía a la alta tribuna. Improvisó en esa oportunidad un discurso de corte clásico y popular a la vez, un discurso que fue una oración de hondo calado emocional, cargado de iluminado aliento poético y de excelso vuelo intelectual.
Recordó aquella leyenda imaginada por Selma Lagerlof en la que Jesús, siendo un niño, en sus horas de juego fabricaba pajaritos de barro y, cuando en una ocasión un muchacho mayor trató de destruírselos, realizó un primer milagro al exclamar “¡Volad!”, y sucedió la salvación porque “volaron los pájaros de barro”. Apoyándose en el simbolismo de la alegoría de la ilustre escritora sueca, Andrés Eloy dijo que Roosevelt, un hombre de extraordinaria calidad humana y profundamente bondadoso, hubiera preferido, frente al nazifascismo, en vez de armar una máquina de guerra, intentar una nueva invitación al milagro y exclamar: “¡Volad, catedrales; volad, estatuas mojadas con la sangre inocente; volad, arcos y puentes; volad, frondas de la filosofía; volad, flores de la cultura; volad, columnas, frisos y metopas del clásico, agujas del gótico ferviente, acribillada gracia del Renacimiento; volad ojos en pasmo de los hijos en tierra; volad ojos en llanto de las madres en cruz!”.
Y remató sus admirables palabras –balada del poeta al gran estadista que acababa de partir- diciendo que el hombre de nuestro pueblo, cuando pase frente a las estatuas de Roosevelt, no pronunciará la frase “Adiós, luz que te apagaste”, que es la que usa para lamentar sus percances, sino que exclamará “¡Adiós, luz que no te apagas nunca!”.
II
Era el 4 de mayo de 1945. Andrés Eloy Blanco había sido seleccionado unánimemente como orador de orden de la sesión solemne del Congreso Nacional en la que se rendiría homenaje a la memoria del general José Gregorio Monagas. Quienes presenciábamos el acto desde las tribunas, nos sentíamos como formando parte de un Parlamento embelesado con el poema en prosa del esclarecido hijo de Cumaná. En la cuenca de una de sus manos apenas escondía un mínimo pedazo de papel, que casi no llegó a consultar. El silencio expectante sólo era roto por el estallido de los aplausos. Pero la apoteosis se produjo cuando, en un vibrante y largo recuento de las “once campañas y treinta y nueve combates” del general Monagas, se equivocó al pronunciar el nombre de la batalla de Bocachica…Bochi…bochi, y se salió de la suerte con el resplandor de una feliz ocurrencia: “¡Perdonadme, señores, pero la carga es tan cerrada que me viene atropellando las palabras!”. Por varios minutos, un Congreso que le era políticamente adverso, estuvo de pie aclamándole.
III
Era el 20 de mayo de 1955. El exilio político venezolano realizó en Ciudad de México un homenaje al gran conductor democrático Alberto Carnevali, con motivo del segundo aniversario de su muerte, bajo la dictadura perezjimenista, en la Penitenciaría General de San Juan de Los Morros. Fue la última vez que en su boca de poeta y orador egregio floreció un discurso. Evocó la memoria de su insigne compañero de militancia política y destacó los valores de la fe y la disciplina en la lucha que se libraba contra la tiranía que martirizaba a la patria. Manuel Alfredo Rodríguez nos recuerda que “hilvanó una razonada y hermosísima exaltación de las reservas morales y cívicas de la gente venezolana, a tiempo que enaltecía la gesta cumplida por aquella vanguardia esclarecida que padeció los horrores de los presidios y campos de concentración y, sobre todo, los dolores y vejámenes del tormento en carne propia y en la de mujeres y otros familiares”.
Esa misma noche, al partir hacia su residencia en Cuernavaca, fue el accidente automovilístico en la calle Xola de la capital mexicana que, horas después, ya 21 de mayo, le ocasionó la muerte.
Pero como dijera ante su cuerpo inerme, allá en México, el poeta español León Felipe:
“¡Aquí no ha muerto nadie!
«Al que vamos a enterrar es un poeta…Está ahí tendido…pero no está muerto.
«¿Está mudo?… ¡No está mudo!
«Un muerto no habla ni canta… y este poeta sigue hablando
«y cantando.
«Todo gran poeta sigue hablando y cantando después del salto mortal…
«Y si este poeta habla y canta… ¡no está muerto!»