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Tres episodios sueltos

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I

La iglesia suele estar repleta los domingos. No importa a la hora que vayas a misa, siempre hay gente, vecinos de la zona y de áreas aledañas.

Una familia lleva hasta el altar las ofrendas. Los niños, el padre y la madre; es tradicional en este templo. Esta vez, el grupo era seguido de cerca por una mujer. Se veía normal, bien vestida y limpia, aunque el pelo un poco desarreglado. Por un momento pensé que era la abuela, porque era de la tercera edad.

Al llegar su turno ante el altar, se paró delante del sacerdote y levantó el puño. Con un vozarrón comenzó a gritar: “He sido enviada para decirles que Dios está conmigo. Él me dijo que viniera a advertirles, porque todo está mal y él lo está viendo todo. Dios está dentro de mí…”.

El sacerdote la miraba con cara de espanto, imagino porque temía que el puño se descargara contra él. Pero no hizo nada. La mujer dio media vuelta y caminó hasta el fondo de la iglesia. El padre siguió con el ritual de bendecir las ofrendas y la mujer comenzó de nuevo con su delirio. Si el cura se callaba para que ella gritara, ella le gritaba: “Siga hablando”.

Al final, se fue. Esta pobre mujer es obviamente una enferma mental. Estaba en un episodio psicótico. Y esto sucede porque no está tomando la medicación que necesita. Sus derechos a la salud y a la vida están siendo vulnerados cada minuto.

 

II

El muchacho iba manejando tranquilamente por una calle estrecha cuando el carro que iba delante de él se detuvo, así que hizo lo mismo. En segundos, sin darle tiempo de reaccionar, el vehículo comenzó a echar hacia atrás y lo chocó.

Como es costumbre, el joven se bajó del carro para ver qué le había pasado. El hombre del otro vehículo hizo lo mismo. Le partió el parachoques delantero. “Discúlpame, no me di cuenta de que estabas detrás de mí. Asumo mi responsabilidad”, le dijo.

El muchacho entendió que si se hacía responsable era porque iba a pagar la reparación y le pidió que fueran a un taller cercano. La reacción fue inesperada, el tipo se le lanzó encima y trató de ahorcarlo, luego le comenzó a pegar sin descanso en el abdomen y la cara.

El muchacho comenzó a gritar y los vecinos del edificio cercano comenzaron a bajar para tratar de ayudarlo. Llamaron a la policía. El hombre los confundió, se montó en su carro y huyó.

Más adelante, se llevó a otros dos vehículos por delante.

El muchacho quedó golpeado y asustado. Ese joven fue víctima de una sociedad enferma en la que se violan los derechos a cada minuto.

 

III

La calle amaneció cerrada. Los vecinos no estaban enterados, sino que se dieron cuenta cuando, como todos los días, trataron de salir a sus diferentes ocupaciones.

Nadie avisó que los chavistas habían decidido montar un “mercado a cielo abierto” para vender productos regulados. A ningún vecino le consultaron si le convenía que cerraran la calle. Sencillamente, atravesaron un camión.

En seguida, el tránsito se volvió un caos. Es una calle muy pequeña por la que difícilmente pasan dos carros, así que los que trataban de salir después tenían que dar la vuelta de regreso hacia una vía aún más angosta que se llama “Calle de los peatones”. Imagínense.

Los organizadores comenzaron entonces a devolver a los conductores con gritos, las cornetas comenzaron a sonar, los camiones a echar humo. ¿Cómo meten todo el tránsito por una calle angosta sin avisar?

Cuando al fin me acerqué para curiosear la razón de tanto caos tan temprano, era solo un puesto para vender “combos” de arroz, pasta, aceite, azúcar y esas cosas que vienen en las cajas CLAP.

El derecho a la libre circulación se ve vulnerado cada minuto. ¡Ah! Pero hay que dar gracias porque pusieron un “mercado a cielo abierto”. Perdonen la redundancia, pero así hablan estos chavistas.

La cotidianidad nos aplasta, pero quiero creer que no nos conformamos. Quiero creer que no nos rendimos, aunque sigan abusando y todo parezca en calma.

 

@anammatute

 

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