La danza venezolana recibió el siglo XXI en estado floreciente y expansivo. Las tres décadas anteriores habían sido de crecimiento sostenido y de afianzamiento en sus planteamientos conectados con las tendencias mundiales del movimiento: el abstraccionismo y sus vinculaciones con el hecho plástico, el nuevo gesto expresivo de notorias connotaciones teatrales, y la nueva danza hecha de códigos espontáneos e incisivos.
La danza venezolana exhibía diversidad y genuino sentido de pertenencia con claras visiones universales. Sus creadores, sus obras y sus instituciones lograban importante proyección nacional e internacional. Se hablaba de un auge y de un impulso que situaba a la danza nacional de vanguardia en una dimensión sin precedentes, convirtiéndola en admirada referencia continental.
Los primeros años del nuevo siglo significaron un período de transición, que condujo a una progresiva modificación de la situación antes descrita. Las transformaciones que comenzaron a sucederse en todos los órdenes de la vida pública, como consecuencia de profundos cambios políticos y sociales experimentados en el país, incluyó al llamado sector de la cultura tradicionalmente dependiente de la gestión y los recursos oficiales.
La solidez institucional, real o ficticia, mostrada hasta entonces por la generalidad de las compañías y agrupaciones autónomas de danza, poco a poco comenzó a dar muestras de debilitamiento, hecho que se tradujo en la paulatina pérdida de espacios de trabajo, reducción cuando no cesación de elencos y redefinición de proyectos creativos, educativos y divulgativos, apuntalándose las iniciativas oficiales.
Del contacto con la realidad de todos los días, dura, violenta y también, por momentos, amable, surgió una tendencia dentro de las nuevas visiones de la danza venezolana que respondía a necesidades de compromiso y solidaridad. Sin abandonar las preocupaciones formales del movimiento, intentó maneras alternativas de expresión adecuadas a su entorno y sus circunstancias.
Tres creadores, Félix Oropeza, Carmen Ortiz y Rafael Nieves, pertenecieron a una generación heredera de concepciones de la danza ajustadas a los patrones de modernidad establecidos en el país entre los años cincuenta y noventa del siglo anterior. Este trío de bailarines destacó dentro de las realidades sobrevenidas de la danza nacional a inicios de la nueva centuria, por las singularidades de sus discursos estéticos estrechamente unidos a un contexto cultural compartido.
En Félix Oropeza (Agente libre) persisten las evidencias de la escuela del cuerpo técnico orientado hacia la destreza física. A partir de allí, procuró el desarrollo de un lenguaje portador de carga ideológica y emotiva, sin evadir los parámetros formales del movimiento y sus indagaciones de carácter experimental. Desde Croquis para algún día y Ausencia, hasta Modelo a escala y El cambote, los pasos de Oropeza han conducido a una dimensión de la danza que, junto a sus valores establecidos, promueve consideraciones descolonizadas del cuerpo.
Para Carmen Ortiz (Sarta de Cuentas) la calle resulta cercana y siempre sorprendente, convirtiéndola en su escenario fundamental. La bailarina se volcó hacia una gestualidad sencilla en su forma y profunda en su concepto. Lo popular, en su acepción más trascendente, la motivó a proponer procesos inéditos de investigación que la han conducido a resultados reveladores. Tres de ellos, Santos, espantos, sobre mitos y ritos mágico-religiosos, Mujeres con red, ceremonial femenino, callejero y participativo, y Los amorosos, lúdica visión del comportamiento del amor romántico, claras reafirmaciones de un espíritu recreativo de cercanas cotidianidades.
También la calle, primero como lugar de colectivo desenfreno y también como abstracción de esa realidad, constituye el punto de partida del desempeño de Rafael Nieves (Caracas Roja Laboratorio). Los preceptos mundiales de la nueva danza lo estimularon para el logro de un código de comunicación corporal que le pertenece y comparte en tiempos de violencia globalizada. Los resultados lo llevaron hacia conceptualizaciones antagónicas: de Buitres, de oscuro nihilismo inicial, a Vida, de serena y libertaria corporalidad.
Oropeza, Ortiz y Nieves significaron la posibilidad de futuro en los complejos comienzos del siglo XXI venezolano. Hoy, en buena medida, buscan mantenerse fieles a sus ideales primigenios. Apuestan por una danza que les pertenezca.