La tregua
De tiempos se trata. No se da tregua indefinidamente ni a destiempo. La tregua la pide quien más no aguanta y la concede, con carácter de superioridad, quien dispone de mayores fortalezas, si acaso el cese temporal de las hostilidades le favorece en algo. Es un acto finalmente magnánimo. No da tregua el más débil cuando pretende doblegar un poder que lo rebasa. Por el contrario, acrecen sus oportunidades mientras menos espacio dé al oponente para replegarse, para recuperarse y proceder, como corresponde al aniquilamiento de quien busca su descalabro definitivo.
Todas estas elementalidades acerca de «la tregua» tienen que ver directamente con este proceso padecido por los venezolanos. ¿Negociación? ¿Diálogo? ¿Acuerdos? Significó, lo dijimos, en sus diferentes oportunidades, una pérdida singular de valioso tiempo, de vidas, de ánimo para la lucha. Algunos desean perpetuar la tregua, olvidando incluso los límites temporales que ella impone. Algunos nos sentimos desamparados, lampiños, ante este brindar al revés una especie inexistente de tregua infinita del más débil. Deseada, además, por quienes detentan el poder, así como por sus secuaces disfrazados de opositores. Algunos, muy sorprendentemente, tendiendo la cama de la continuidad del régimen, por dejación o por acción torcida. No puede dar tregua el débil. Mucho menos cuando conoce suficientemente la carencia más absoluta de algún toque de magnanimidad por parte de su letal enemigo. Sí, aceptémoslo de una vez, enemigo, porque de guerra abierta por el poder del Estado se trata.
Delicadezas, eufenismos religiosos de acartonada hermandad no tienen cabida aquí, ahora. Es asunto de vida o muerte, literalmente hablando. La vida de unos pocos contra la vida- muerte de millones. No es cosa leve.
Ahora, bien: ¿No existen las fortalezas suficientes para liquidar al enemigo? Se concede. Se requiere procurarlas con la firmeza más absoluta. Sin maquillaje. El error fundamental ha sido dejarse llevar por voces clementes de paz y amor, cuando no se debió dar tregua. Darle continuidad al error reviste la existencia de rasgos infantiles, de magüeto.
La capitulación
Hacer capitular es propio de quien vence. Otra elementalidad que parece olvidada. Ahí sí se puede y se debe ser magnánimo. Puente de plata al enemigo en retirada. Pero solo luego de haberlo derrotado, jamás antes (cuestión temporal). se le otorgan al enemigo las condiciones que en algo resulten favorables para su ida, en este caso del poder. Pretender hacer capitular al adversario más fuerte sin vencerlo es otro infantilismo. Como infantilismo es tratar de incorporar al manejo del Estado futuro a quienes carcomieron hasta las brozas más deleznables de estos resquicios del Estado.
Problemas de tiempo y de concepción político-estratégica nos tienen así, sumidos en este desesperante atolladero; lo peor es la persistencia, propia de cabezazos de sapos, en brindar treguas, en buscar negociaciones, sin haber pasado por la derrota definitiva del enemigo en busca de su capitulación.
Ajustes en los tiempos. Ajustes en las acciones para salir de esta deriva. No parece quedar mucho de nada para tratar la salvación ante esta hecatombe inducida desde el poder. Alargar más este estado de cosas es airear al enemigo. Nada más contraproducente. Hasta los francos respaldos extranjeros se cansarán de la ausencia de logros, de los dislates improductivos. De esta dejación impotente.