La profunda inmensidad se abre generosa en la densa oscuridad de la madrugada, los nubarrones cierran los débiles destellos de las estrellas que con diminutas chispas regalan fulgor en la lenta travesía desde el ocaso hacia el nuevo día. Entre las penumbras, Jacinto y Candelario, a un soñolientos recogen con prisa los bártulos y las cobijas; las ásperas manos, que conocen la brega en la cerrada noche, echan las sillas sobre las cabalgaduras y aprestan los arzones; algunos como Vicente, ya han puesto el pie en el estribo y otros ya están sobre los lomos de la caballería. Las pisadas de las bestias alerta a la manada que permanece quieta. Juan José rompe el silencio al estallar en su voz un melancólico lamento que se riega por el campo; afanosas, los toros responden con bramidos y pitidos, todo se envuelve entre los mantos del frágil rugido. Faltan horas para el amanecer y ya el suelo se estremece con la ligera marcha de la vacada que anda tras los suaves trancos del brioso potro. La brisa sacude las ramas y un aire frío lame la piel de las criaturas, el llanero se acobija entre la manta mientras la montura marca constante el tranquilo rastro. Lo negro del firmamento se quiebra ante un solitario relámpago, el rucio paraulato aviva el paso al acicate de las espuelas, el agua viene con furia; hay que caminarle adelante a la lluvia. El curtido hombre como buen cabestrero, conoce del capricho de las nubes, su irrefrenable aliento suelta una ráfaga de canto que se bate en duelo contra el viento en la íntima lejanía.
Fueron los jesuitas en el siglo XVI quienes crean el modelo de explotación ganadera en América y así se forman los hatos. Los criollos colombianos y venezolanos se convierten en trabajadores pecuarios y comienza el nexo entre el humano con el equino y el vacuno. En este contexto florecen elementos culturales asociados a esta ocupación y que, por extensión, influye en la comida, la construcción, la manifestación oral, la artesanía y las artes, lo que conformó el estilo de vida que se gestó en ese medio rural.
De la mano de la iglesia también llegan provenientes de España la vihuela, el arpa, la guitarra y el laúd, que se transforman y se integran a las maracas y algunos otros instrumentos de las culturas indígenas como las guaruras y se empiezan a producir las formas musicales llaneras. En ese ámbito surgen los cantos de trabajo y en especial el de las faenas de ganado como símbolo de una cultura que está presente en Colombia y Venezuela como un mismo pueblo: los llaneros.
Hasta el siglo XX la ganadería era en su casi totalidad explotada de manera extensiva, las manadas no estaban delimitadas a los predios del propietario y con frecuencia semovientes de distintos dueños se amadrinaban en enormes rebaños dispersos por la sabana; rumiantes y animales silvestres se desenvolvían en libertad en grandes espacios apenas marcados. Esto condicionó las prácticas ganaderas; trabajar con las reses -separar novillos, herrar, castrar o seleccionar hembras paridas para el ordeño- se convertía en una ardua labor que podía prolongarse durante días o semanas. Estas jornadas eran realizadas en “el invierno y el verano”, es decir en las entradas y salidas de agua -entre abril y mayo, y en noviembre-, pues en ese entonces el clima permitía establecer esos ciclos de manera precisa.
Es precisamente en este contexto donde se origina la tonada o canto de arreo como parte indivisible de la gente de a caballo y su entorno. Este estilo musical nace como expresión de lo recio de la vida en la llanura y de la lucha de sus pobladores por dominarla. Para el arreo se interpreta un canto a capela alargado y nasal. Un penoso y pasional quiebre de la voz que resuena como un quejido que emerge de una honda tristeza.
En la trashumancia el grupo de jinetes se organiza de la siguiente manera: el cabestrero, quien señala el camino y es la principal voz; este es seguido por los punteros, quienes se ubican a los extremos derecho e izquierdo; detrás, en el medio y a cada lado, están los contra punteros; y en la zaga se posicionan los culateros. Una dinámica operación ejecutada con sincronía en la conducción de rebaños de hasta mil cabezas. La vocalización cumple no solo como herramienta para mantener al rodeo en calma, sino que es una fórmula de comunicación entre los arreadores sin alterar el acompasado viaje.
La tonada de ordeño es un artilugio cercano y aletargado. Esta acción no pretende dominar, se le pide el animal que permita extraer su leche gracias al vínculo establecido y que enlaza al individuo y a la vaca en un armonioso binomio: Ponte, ponte Turupial, noche negra o noche oscura, que el ordeñador la espera con el rejo y la totuma, Turupial… Yo quería una linda dama, hoy la suerte a mi me pesa de haber querido a esa ingrata con tanta delicadeza, Linda Dama, Linda Dama.
Siendo parte del folklore es dada a conocer a finales de la década del sesenta del siglo XX gracias a reconocidos cantantes, entre ellos Simón Díaz, quien logró recrear las cantigas sin sacrificar mucho de su esencia, haciéndola cercana para el público en el espacio radioeléctrico. El popular Tío Simón graba temas de ese género: Tonada del cabestrero, Sabana, Garcita, Clavelito colorado, etc., que tuvieron aceptación. Merece especial atención el LP de 1976 del sello El Palacio de la Música, Simón Díaz Tonadas volumen 2, álbum que contó con letras de grandes autores; el Indio Figueredo, Andrés Eloy Blanco, Otto Seijas, Eucaris Colmenares, José Palma, Antonio Estévez, Eliseo J. Alvarado y Graterolacho. En ese disco la tonada se presenta con distintos matices y se nutre de distintos ritmos venezolanos.
Los drásticos cambios que trajo el adelanto tecnológico marginaron las costumbres propias de la llanería, ese “avance” no solo erosionó las tradiciones, sino que trastocó la interacción del ser humano con el resto de los seres vivos. Las prácticas ganaderas de la actualidad, si bien conllevan ciertas mejoras en el manejo de los animales, también han deteriorado esa comunión del hombre con el ganado que fuera parte esencial de su visión sobre su medio y sobre sí mismo. Hoy en día, con la mecanización del ordeño, el desplazamiento de las reses en vehículos automotores, la desaparición del hato ganadero, las pocas opciones de desarrollo socioeconómico de la población rural y la nula transferencia del saber ancestral, han empujado a la tonada y a los demás elementos fundamentales de la cosmovisión del llanero hacia un agónico ocaso.
Desde el año 2017 la Unesco reconoce a la tonada como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, resaltando su importancia como práctica de comunicación vocal y expresión de la conjunción del pueblo llanero con sus tradiciones. En ella coexisten muchos de los valores y características que resumen nuestro tránsito por el tiempo con una idiosincrasia que resultó de la vigorosa integración de varias razas y civilizaciones. Esta antigua y poética declaración del ser frente a la adversidad que lo expone a la imponente naturaleza, es una evocación sobre su lucha por la supervivencia, espejismo de otras épocas, tiempos en los que el coraje y los lamentos se prolongaban por una lánguida sabana que hoy es polvoroso vestigio.
@EduardoViloria
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