A poco menos de cumplirse un mes de la elección presidencial del 2 de junio, sus resultados aún suscitan controversia en términos de su importancia y significado para la democracia mexicana. ¿Por qué? ¿Qué importancia e implicaciones tiene el triunfo de la coalición Sigamos Haciendo Historia, integrada por el Partido del Trabajo (PT), el Partido Verde (PV) y el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), y de su candidata, Claudia Sheinbaum?
La relevancia de los números
El primer domingo de junio del 2024 convocó a más de 60 millones de ciudadanos a las urnas. Hasta el momento se trata de la votación con más participación en una elección presidencial: 3 millones más que la votación del 2018 y cerca de 10 millones por encima de la del 2012. Sin embargo, los porcentajes de participación y abstención se mantienen en promedio en niveles del 60% y 40%, respectivamente, tal como ocurre desde la elección presidencial del año 2000. Lo anterior obedece a que, para junio de 2024, si bien la votación aumentó con respecto a 2018 en 6% la lista nominal de electores, la lista de votantes inscritos se incrementó en 10% (9.200.000 votos).
Otro factor de relevancia es el porcentaje de votación de la candidata ganadora: Sheinbaum obtuvo 60% de los votos y superó en 18 puntos la media de votación (42%) obtenida por un ganador en las elecciones presidenciales mexicanas celebradas desde el año 2000. Además, superó la votación del presidente López Obrador en poco más de 5.800.000 votos. Aunado con esto, la ventaja o margen de victoria de Sheinbaum con respecto al segundo y tercer lugar de la contienda es la más alta en una elección presidencial en los últimos 24 años, con 33 y 50 puntos porcentuales, respectivamente.
Esta elección confirma la permanencia del gobierno unificado. Sheinbaum habrá de tener mayoría absoluta (251/500 diputados) y es posible que recupere la mayoría calificada (333/500 diputados), que el partido Morena y sus aliados perdieron en las elecciones intermedias del 2021. Los resultados apuntan a que la coalición gobernante tendrá en su conjunto 364 diputados, treinta más de los que consiguieron en 2018.
El segundo piso de la transformación
El triunfo de Andrés Manuel López Obrador en julio de 2018 significó, en sus palabras, el inicio de lo que denominó la Cuarta Transformación, un cambio de régimen que estaría basado en “establecer el estado del bienestar y garantizar el derecho del pueblo a la salud, la educación y la seguridad social”.
Se trataba de lo siguiente: “El Estado se ocupará de disminuir la desigualdad social y no se seguirá desplazando a la justicia social de la agenda de gobierno”. Además de lo anterior, el proyecto político de la 4T, como coloquialmente se le ha conocido, se ha contrapuesto abiertamente al mercado y al llamado neoliberalismo, tipificándolo como un modelo económico limitado, corrupto, al tiempo que se ha pretendido revalorizar el carácter asistencial del estado benefactor.
El triunfo de la 4T en 2018 y su continuidad en 2024 debe ser visto como la ratificación de un cuestionamiento a la ausencia de efectividad de un modelo económico que, sustentado en el mercado como principal eje de regulación, no habría conducido a una mejora en las condiciones de vida de la población durante casi las dos primeras décadas de este siglo. Desde la fundación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), y ahora con Morena, la denuncia del modelo neoliberal ha formado pare del mito fundacional de la izquierda mexicana.
En el impulso a este proyecto, de la mano de López Obrador y ahora con Sheinbaum, bajo el lema “Por el bien de todos, primero los pobres”, se ha buscado rescatar las bases sociales, el carácter asistencial y el estado benefactor a través de la política social en distintos programas, en su mayoría basados en transferencias de renta directa. Esto ha venido de la mano de una denuncia continua, propia de los gobiernos populistas, de que las instituciones representativas no responden a los intereses y preferencias de los ciudadanos en la arena política.
El discurso durante cinco años de gobierno y durante la campaña presidencial del 2024 se centró en la necesidad de reformar el régimen político mexicano para 1) garantizar/seguir garantizando un bienestar social a través de políticas distributivas asistenciales y 2) la cristalización de la voluntad popular.
Con estos antecedentes, el actual gobierno articuló una campaña que se extendió a la arena electoral, en donde para el presidente de la República sería de vital importancia no solo ganar la titularidad del ejecutivo federal sino también la mayoría calificada en la cámara de diputados (365 escaños) y senadores (85).
Con ello, la 4T no tendrá cortapisas para implementar sus reformas y políticas especialmente para concretar el denominado plan C, que consiste básicamente en reformar el Poder Judicial en dos aspectos fundamentales: 1) reducción en la integración de la Suprema Corte de Justicia y 2) que los representantes del Poder Judicial sean elegidos mediante voto popular.
La oposición, por su parte, estructuró un discurso encaminado a defender el statu quo judicial como garantía de imparcialidad; defendió el Instituto Nacional Electoral (INE), que sufrió duros embates del presidente, y en general defendió una concepción de la democracia procedimental, cuya articulación guio los procesos de cambio y transición durante los años ochenta y noventa en nuestro país. Esto, ante el señalamiento constante de la 4T de que el funcionamiento de la democracia representativa no ha derivado en un mejoramiento de los niveles de vida de la población.
El veredicto del pueblo “bueno” fue la apuesta por la continuidad de la Cuarta Transformación. Dicha continuidad augura profundos cambios, entre ellos el desmantelamiento del aparato judicial; aunque se ha esgrimido que esto es necesario para acabar con la injusticia y la corrupción, lo cierto es que a lo largo del sexenio la Suprema Corte de Justicia de la Nación le fue incómoda al presidente.
Por otra parte, el triunfo de la 4T y sus candidatos sienta sus bases en un desencanto profundo de un modelo económico que, orientado al mercado, no pudo traducirse en beneficios concretos a la mayoría de la población.
Los perdedores de las reformas, los excluidos a lo largo de un período de 30 años y ahora sus descendientes, no tuvieron incentivos para votar por una oposición que, en el imaginario político y mediático, es la culpable de su situación. A pesar de que los niveles de marginación y pobreza no han mejorado sustancialmente y el crecimiento nacional en este sexenio no llega ni al 1% (0,8%), la gente no quiere votar por aquellos que considera que lo colocaron en una situación de marginación o pobreza.
En poco menos de 6 años, votar por Morena y sus aliados representó el optar por el menos malo. Y aunque lo menos malo es algo que ya conocemos en México (un estado interventor que en su momento fue ineficiente y mal administrador), hoy vuelve en la forma de programas sociales de transferencia de renta directa, dinero contante y sonante que tiene un profundo impacto electoral.
La fuerza de los programas sociales fue tal que hasta Xóchitl Gálvez tuvo que prometer que si ganaba no los derogaría y muchos actores políticos de antaño, como el expresidente Vicente Fox, comenzaron a adjudicarse su creación, aun cuando fue López Obrador que entre 2000 y 2006, cuando fue jefe de Gobierno de la Ciudad de México, comenzó con esta estrategia abiertamente clientelar.
La oposición ha quedado pasmada; el recambio generacional, insulso y carente de contenido, pasó por el partido Movimiento Ciudadano y su candidato, que solo obtuvo el 10% de los votos. Hoy lo menos malo significa haber votado por la creación de autoridad, la acumulación de poder y la consolidación de una democracia iliberal.