El artículo 41 de la Convención Americana y el artículo 106 de la Carta de la OEA proporcionan a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el mandato de prestar asesoramiento a los Estados y que estos puedan contar con herramientas de cooperación técnica dirigida a contribuir al fortalecimiento de la legislación, las políticas y prácticas a fin de avanzar hacia la más plena protección de los derechos humanos. Esto es aún más pertinente cuando los países atraviesan intensos procesos de transformación como las transiciones de la dictadura a la democracia.
Es importante ese dato porque creo prudente que el país y el futuro gobierno se prepare para hacer compatible el anhelo de transitar mediante el voto hacia la democracia (lo cual implica e implicará constantes negociaciones y acuerdos con la coalición dominante o parte de ella) con la profunda aspiración de justicia de las víctimas de la violación sistemática de derechos humanos, de la crisis humanitaria compleja y los compromisos con los millones de desplazados y refugiados venezolanos esparcidos por el mundo. La Alianza de Familiares y Víctimas de 2017 (Alfavic) ha expresado mediante comunicado una poderosa afirmación: “justicia no es venganza” y pide que alcanzar la democracia no suponga impunidad, sin embargo, a efectos prácticos, la experiencia internacional en materia de transiciones supone: indultos, sobreseimiento de causas y amnistías. ¿Es esto compatible? A mi juicio, sí lo es, pero requiere la pericia y acompañamiento técnico internacional, específicamente de la CIDH, para que el próximo gobierno electo por voluntad de los venezolanos logre tanto reparar a las víctimas como alcanzar garantías de no repetición.
¿Es esto relevante y pertinente discutirlo ahora, en pleno proceso electoral? Pues claro que sí. Mucho más porque las encuestas revelan que la población masivamente se expresará en favor de Edmundo González Urrutia y la Unidad Democrática, por tanto, es necesario que las reservas o miedos infundados que puedan existir en el oficialismo se disipen y se comprenda que la alternabilidad en el poder no es el fin del mundo y, al tiempo, comprender que la justicia no es solo castigar al culpable, es ante todo reparar integralmente a quienes han sufrido. El ojo por ojo y diente por diente no es una opción y nunca lo ha sido.
Un lector entusiasta seguro nos preguntará: ¿De qué se trata la reparación que tanto repito? Pues bien, según los informes de la Misión de Determinación de Hechos de la ONU hay sólidos indicios documentales de la ocurrencia en Venezuela de detenciones arbitrarias, de torturas, de tratos crueles y degradantes, de agresiones y violaciones sexuales a los detenidos, de desplazamiento y explotación de poblaciones nativas y de uso indiscriminado de la fuerza policial y militar para reprimir manifestaciones. Por otro lado, datos de la Encovi y HumVenezuela indican que la Crisis Humanitaria Compleja, que recibe tal nombre por no responder ni a causas bélicas ni desastres naturales sino a la acción premeditada de los responsables de gobierno, supuso restricciones y violaciones de todos los derechos económicos, sociales y culturales. El daño es de tales proporciones que concentrarse en castigar a los responsables sería una forma de revictimización. La reparación, en este caso, supone que toda violación de una obligación internacional que haya producido un daño comporta el deber de restablecer la situación que habría existido de no haberse cometido, esto es posible con medidas y decisiones gubernamentales simbólicas, materiales, individuales y colectivas que hagan visible la verdad histórica y la restauración de los derechos vulnerados.
El acento en la reparación y las garantías de no repetición es el punto de confluencia en el que todos los venezolanos podemos coincidir tanto para que sea viable la transición a la democracia como para alcanzar la aspiración legítima de justicia. Pueden coincidir quienes hoy en el gobierno son capaces de apreciar que los errores cometidos pueden ser corregidos sin miedo a la verdad y también pueden coincidir aquellos cuyo dolor personal, sangre derramada y lágrimas vertidas pueden transmutarse en perdón y reconciliación en la medida en que el Estado asume, bajo estándares hemisféricos, su absoluta responsabilidad.
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