Leo que un amplio sector del feminismo activo recela del movimiento transexual, y con especial rechazo a su dirigente, el «señor» Carla Antonelli, nacido a nacida como Caros Delgado Gómez. Para mí que Antonelli –no me atrevo a escribir si se trata de él o de ella– no ha leído a ninguna escritora feminista con sentido del humor, como Nathalie Clifford Barney o Madame de Stael. Feministas o «trans» españolas con sentido del humor no conozco a ninguna, y mucho lo lamento. Nathalie Clifford Barney, norteamericana inmersa en el mejor humorismo inglés –Wodehouse, Wilde, Saki, Katerine Mansfield, Leacock, Shaw, Chesterton y la tira–, desencuadernó con una opinión a las feministas de sus tiempos, y rozó la piel de lo que en su época no se vislumbraba, la moda «trans». Escribió doña Natalia: «El feminismo y la feminidad no son cuestiones de sexo, porque un francés ha sido, es y será siempre más mujer que una inglesa». Madame de Stael era más directa. Su inicial abrazo con el feminismo le llevó, al cabo de los años, a una batalla intelectual contra sus antiguas compañeras, siempre manteniendo la medida y el buen tono. En sus últimos años de vida, regaló la siguiente reflexión, muy condicionada por su Fe cristiana: «Todas las mañanas doy gracias a Dios. Y le doy las gracias desde mi insignificancia con humildad. Gracias, Dios Mío, por haberme permitido nacer mujer. Pues de lo contrario, de haber nacido hombre, me tendría que haber casado con una mujer». Es muy complicado el sentido del humor en la militancia dogmática. La Iglesia Católica, al cabo de muchos siglos, ha comprendido que Dios puede ser alegre, y como Creador del todo, también creador del humor y sus consecuencias. No así el Islam, detenido en el medievo. Léase el Korán, y encuéntrese un tramo dedicado a la sonrisa. No existe. En España, el feminismo de izquierdas, la transexualidad y demás derivaciones, han abandonado el campo de la opinión y asumido con beligerancia las ataduras dogmáticas. Jardiel Poncela, equidistante, se atrevió a definir lo peor de la humanidad. «Lo peor de la humanidad son los hombres y las mujeres». Pero en su definición rebosa el sentido del humor. Para los hombres, las mujeres son seres maravillosos, cuyo mayor atractivo se sustenta en la abismal diferencia de sus criterios y reacciones respecto a los varones. De ahí, que una mujer que desea ser hombre, y un hombre que se siente mujer, pierda –en mi opinión– el singular encanto de la diferencia. Don Fiodor Dostoievski, a pesar de ser ruso, supo sintetizar sus dudas en dos renglones, no en mil páginas, como era su costumbre: «He preguntado a muchos una definición de la mujer, y nadie ha sido capaz de dármela. Se la pedí al Diablo, y desvió la conversación para evitar confesar su ignorancia».
De siempre he defendido la superioridad de la mujer respecto al hombre. Y deplorado que el hombre, a sabiendas de ello, haya impedido que la mujer alcance su nivel de protagonismo. Pero también creo que, con muy escasas excepciones en la historia de la humanidad, han sido las parteras y los ginecólogos los más acertados en dotar a los niños recién nacidos del sexo correspondiente. Si huchita, mujer; si pirulí, hombre. Convertir la huchita en pirulí y el pirulí en huchita se me antoja un doloroso e inexplicable martirio. Si un hombre se siente mujer, y una mujer se considera un hombre, no puede ser reprimido ni amonestado. Pero si ello le lleva a descomponer la realidad dictada por la naturaleza, a mí, personalmente, me inspira recelos de cercanía. Y creo que la transexualidad nada tiene que ver con el feminismo, y sí con el capricho arriesgado. Un hombre-mujer, no es hombre ni es mujer. Y una mujer-hombre, no es mujer ni es hombre. Y tampoco pertenecen a un tercer sexo, por la sencilla razón de que ese tercer sexo no existe. Otra cosa son los gustos y las ilusiones.
El ministerio creado por Irene Montero exhibe en su fachada –ilegalmente– banderas «trans». Y las feministas no alineadas en el barullo de las subvenciones exigen que esas banderas sean retiradas. Estoy con las feministas, aunque tampoco tengan sentido del humor y respeto a la sonrisa.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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