Podríamos comenzar esta primera entrega del año recién estrenado evocando a Alfonso X el Sabio (1221-1284) y citarle de sopetón: «Los que dejan al rey errar a sabiendas, merecen pena como traidores» —por algo le llamaron sabio—, o a Niccolò di Bernardo dei Machiavelli (o Maquiavelo a secas, como gustéis), a quien la tracción política le parecía el único acto injustificable y, al respecto, sostuvo: «Los celos, la avidez, la crueldad, la envidia, el despotismo son explicables y hasta pueden ser perdonados, según las circunstancias; los traidores, en cambio, son los únicos seres que merecen siempre las torturas del infierno, sin nada que pueda excusarlos»; ello, sin embargo, nos privaría del placer de divagar sobre hechos anteriores al circo escenificado por las amaestradas focas de Maduro y la troupe de arteros émulos de Judas Iscariote —el ciudadano decente sabe quiénes son los 18 felones y de seguro los desprecia—, concomitantes con el talante corruptivo de la ordinaria y séptica dictadura bolivariana.
Acaso, y a fin de no precipitarnos, vendría bien celebrar el reencuentro con los lectores echando mano de un convencional ¡hola, feliz año nuevo!, y algo así como: aquí estamos con las baterías recargadas, prestos a disparar sin mucha puntería contra los blancos habituales. Finiquitado, pues, el ineludible prolegómeno, examinemos someramente lo acontecido durante el mes y pico de voluntario silencio decembrino, improductivo asueto durante el cual al gobierno de facto le dio por jugar monopolio con los escasos cobres de los pensionados, sin importarle un pito las nefastas consecuencias de la petroficación de sus misérrimas asignaciones —envilecimiento del bolívar y encarecimiento del dólar—, ni los chascos inherentes a la imposibilidad de convertir la criptomoneda de juguete en dinero contante y sonante. Y si no bastó la incompetencia informatizada para aguar la fiesta del pobre, el zarcillo Nicolás, con un pie en el estribo del 2020 y abocado a la impúdica y multimillonaria compra de (malas)conciencias —»Operación Alacrán»—, orientada a someter el Parlamento a la voluntad del Ejecutivo y así manipular el nombramiento de un CNE tan parcializado y tramposo como el de las alegres comadres Tibisay, Sandra y Socorro, se fue de bruces con una infeliz declaración cuando, para denigrar de los desplazados y de las naciones donde estos procuran ganarse el pan, dejó caer esta perla: «Venezuela es mucho más bella que donde ustedes están lavando pocetas».
El infundado supremacismo del usurpador evidencia, además de un infantil, enfermizo y anacrónico chauvinismo, una escatológica fijación con inodoros, excusados y letrinas, puesta de manifiesto durante la visita dispensada en 2004 por congresistas venezolanos pertenecientes al Grupo de Boston al chalet vacacional del senador demócrata Edward «Ted» Kennedy en Cape Cod, Massachusetts. Según me contó un diputado con velas en ese sarao, el metrobusero entró en trance al contemplar, en el baño destinado a los invitados, un lujoso retrete de formas y dimensiones nunca vistas ni imaginadas por él. Su orgásmica epifanía fue supuestamente fotografiada por un compañero de partido quien, a instancias suyas, habría destruido los negativos. Como ha tiempo escribí al respecto, algo de trono tendría el W.C. orgullo de Nueva Inglaterra para estimular la coprofilia del hombre destinado por el redentor barinés a ser César sin laureles, pero con guardia pretoriana a su servicio, y a poner una cagada tras otra, a cual más grande —parafraseo a Pepe Mujica—, enmerdando (ojo, no enmendando) desde el signo monetario hasta la Constitución. ¿Envidiaba el american way of life anatemizado reiteradamente en sus demagógicas arengas de confusa sintaxis dirigidas al gallinero? Tal vez el loquero Rodríguez pueda arrojar luz sus contradicciones. Aunque no es fácil: hoy, el falsario atornillado en Miraflores se muestra dispuesto a hablar con Trump —pero Aquila non capit muscas— y, al mismo tiempo, insulta a su secretario de Estado, tildándole de «payaso fracasado» por saludar la ratificación de Juan Guaidó como jefe del Poder Legislativo y presidente encargado de la República.
Quizá me haya excedido en los párrafos precedentes, mas estimé indispensable revistar a vuelo de pájaro los acontecimientos referidos, a objeto de tener claro con quién tratamos, antes de entrar a considerar lo relacionado a la «batalla del 5 de enero», como bien llamó el amigo Luis Betancourt Oteyza a la asimétrica pugna por el control de la Asamblea Nacional escenificada el pasado domingo entre la diputación democrática, encabezada por el voluntarioso presidente Guaidó, y la fracción PSUV-CLAP, apoyada esta en la guardia nacional (las mayúsculas le quedan grande, muy grande), con la misión de impedir el acceso al Capitolio de los legítimos representantes del pueblo.
Dado el notorio y público propósito nicochavista de demoler hasta el más mínimo vestigio de institucionalidad y disolver el único órgano legítimo del poder público, el episodio era previsible; sus consecuencias, empero, no alegraron al gobierno de facto porque, ni con la desvergonzada aquiescencia de la oposición ficticia y tarifada, logró el quórum y los votos indispensables para validar la investidura de un tal parra, perro o porra —la traición es mancha indeleble—, nariceado y carajeado a voz en cuello por un sujeto apellidado torrealba (empleamos minúsculas en atención a sus cataduras morales). Mientras Maduro, Cabello, Padrino & Co. aplaudían la farsa capitolina, en las instalaciones de El Nacional, para asombro y estupor del Sebin, la Dgcim y los servicios de inteligencia, seguridad y espionaje cubanos apostados en el país, se activó el Plan B de la oposición auténtica —toda empresa seria contempla en sus estrategias planes de contingencia: lo sabe hasta el tonto del pueblo—, y una mayoría calificada de 100 diputados, certificada en el acta de rigor, ratificó al ingeniero Juan Gerardo Guaidó Márquez en la presidencia de la Asamblea Nacional. Dos días después, el martes 7 de enero, Guaidó y la bancada mayoritaria rompieron el cerco pretoriano alrededor del Palacio Federal y lograron sesionar en el Hemiciclo a oscuras, y juramentar al joven ingeniero varguense como presidente encargado de la nación, ante el primer vicepresidente Juan Pablo Guanipa.
Guaidó emerge de nuevo como el anhelado dirigente necesario en momentos caracterizados por la mengua de liderazgos confiables. Su arrojo, valentía y tenacidad lo revindicaron. Ahora tiene por delante la difícil y ardua tarea de desfacer entuertos pretéritos y promover una agenda con los pies en la tierra, deslastrada de pensamientos ilusorios, en torno a un objetivo específico: desalojar a Maduro del poder. En este sentido, no sé cuán pertinente sea la convocatoria a salir a las calles antes del emblemático 23 de enero, teniendo en cuenta la resaca navideña y la frustración del común por no haber alcanzado los objetivos de la hoja de ruta diseñada hace un año.
La inteligente y muy independiente Simone de Beauvoir (1908-1986), quien de estar viva hubiese cumplido 112 años hace 3 días (9 de enero), sentenció: «El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos». Tengamos estas palabras muy presentes porque las más de las veces se es cómplice, sin saberlo, por omisión, cansancio o resignación. La vindicación del indiscutible líder de la resistencia —pacífica, en principio, pero… ¿quién sabe?— puede verse comprometida por errores de cálculo al tomar el pulso de la ciudadanía a objeto de jugarse el resto antes de ser aplastados por una avalancha roja de excremento constituyente. ¡Fo!
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