No es solo un monstruo. Putin tiene también sus momentos hilarantes. Esta semana, sin ir más lejos. «Discurso sobre el estado de la nación», un año después de haber iniciado la incompetente operación relámpago, que debía devorar Ucrania en un fin de semana y cuyo balance se cifra ya en cientos de miles de muertos –soldados como población civil–, en una devastación incalculable y en un ridículo mayor del ejército ruso.
Y es que hace falta, de verdad, ser un cómico de primera línea para, en medio de ese espanto, atreverse a revelarnos el motivo de su guerra. Motivo moral, por supuesto: Rusia combate para salvar a una pobre infancia europea acosada por los violadores. «Atacan nuestra Iglesia Ortodoxa y otros organismos relacionados con la fe», proclamaba el martes. «Destruyen las familias, quieren destruir la identidad. La pedofilia se convierte en una norma de su vida y los sacerdotes están obligados a bendecir matrimonios homosexuales». La promesa de que «Rusia protegerá a los niños» de la degradación que les aguarda en esa miserable Europa que osó «robar el oro ruso», no muchos contadores de chistes se hubieran atrevido a proferirla con tanto arte. Ni tan alta unción.
¿Qué está pasando en Rusia? Lo de siempre. Un déspota, de corte más asiático que europeo, se ha apoderado de todas las palancas de aquella mastodóntica máquina de opresión que alzara durante casi un siglo la Unión Soviética; esa que, con Stalin, se supo perfecta en el arte de apisonar almas y cuerpos, con la eficacia que ningún contemporáneo obtuvo. Hitler, sí, pudo haberle hecho la competencia, pero duró poco. 105 años después de octubre, de aquella consigna de 1917, «electricidad más soviets», no queda ni lo uno ni lo otro. Tecnológicamente hablando, la Rusia de Putin es un diplodocus que murió de pie. Hace mucho. Y necrófilos parasitajes permitieron a los agentes de sus más sórdidas instancias represivas seguir viviendo a costa de lo mismo de siempre: sangrar a un pueblo que no ha conocido más que opresión en su historia moderna.
Que Vladimir Putin proceda de la más odiosa de las instituciones soviéticas, la policía política, no es azar. Que completase su especialización en el lugar más cruel de la guerra fría, el Muro de Berlín, es, sin duda, su más alto título de gloria. Que haya cambiado el carnet del partido por las cuentas numeradas suizas no es ni nuevo ni extraño. La oligarquía dominante en Rusia jamás hizo otra cosa que no fuera obtener beneficios a costa de su implacable barbarie. Cambian las retóricas –«comunista», «capitalista»…–, el dinero permanece. Y son los mismos sus beneficiarios. Si alguien piensa que Putin ha sido el único torturador político soviético transubstanciado en millonario, es que no se ha molestado mucho en abrir los ojos ante lo más hiriente de la Europa contemporánea.
Pero no basta con ser un excelente torturador para ganar una guerra: una, al menos, de verdad. Ni basta con ser un indómito contador de chistes sobre pedófilos para evitar que un país inmenso vaya retornando a la ruina. Es la historia de Rusia. Trágica. Con Putin, tragicómica.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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