Foto: Jesús Navas (@navas_jesus)

Época que marca la historia de la humanidad. No es simple palabrería cuando dividimos el tiempo contemporáneo en antes y después de Cristo, cuando vivió, soportó y sufrió intensamente las consecuencias de su paso por el mundo terrenal.

Otra vez se colmó el centro de Caracas con ciudadanos de diferentes niveles socioeconómicos para cumplir promesas al Nazareno de San Pablo. Devoción permanente no sólo en la capital, sino a lo ancho y largo del país. El Nazareno con la cruz a cuestas y el rostro en angustia, vestido con su túnica morada, al cual le pedimos con entusiasmo y frenesí milagros de salud y economía, problemas que son, para quien no sea Dios, irresolubles.

Es el fervor de la mayoría, con buena fe y confianza en que Dios no nos fallará. Es la esperanza venezolana de trabajo, que no se deja derrotar por la vida; que estamos o tenemos a alguien enfermo, que nos batimos día tras día con la zozobra de contrariedades que abruman, pero no hacen que nos convirtamos en delincuentes ni perezosos ni faltos de confianza en Dios y en nosotros mismos.

No es sólo el milagro para cada quien, el prodigio personal; es la sensación esencial de que no estamos solos, de que por mucho que hablen, mientan y nos desencanten, Dios y el cielo están con nosotros. Vestir la túnica morada no es simple muestra de agradecimiento, es indicación de compromiso, de ser ciudadanía activa, trabajadora, esforzada, un pueblo que tiene tanto sentimiento de la presencia de un Dios, que puede que tarde pero no olvida; al cual vamos a visitar y contarle nuestras dificultades a la basílica de Santa Teresa, templo que construyó un destacado venezolano, Antonio Guzmán Blanco, que no exigió sumisión religiosa para soñar e iniciar la gran capital.

Cada miércoles de Semana Santa, cada año, los venezolanos, hasta los descreídos, visitan al Nazareno que sufrió todo el rigor de la Roma cruel, imperialista y dueña del mundo de su tiempo, que padeció el odio y castigos insoportables de quienes jamás lo entendieron, que aceptó en carne y sangre propia el tormento inenarrable de autoridades preocupadas por sus fétidos pecados que chillaban agudos frente a la pureza y mirada del Hijo de Dios, espíritu divino que se hizo carne y ser humano para sentir como ellos, dudas, rechazos y castigos inmerecidos.

Recibido y aclamado, para luego someterse a la Pasión; humillación, desprecio, desconocimiento, indiferencia y, por último, el juicio bajo la autoridad de Poncio Pilatos, quien al lavarse las manos lo sentenció a muerte, crucificado entre dos ladrones. No fue asunto del pueblo judío, que respetaba a Dios, fue el temor abyecto como el del romano, los hebreos Anás y Caifás, ciegos por sus propios pequeños poderes, quienes al azotar a Jesús y asesinarlo en la cruz, sembraron el esplendor, mucho más que de una religión, la fortaleza de una actitud.

Desde entonces, ya veintiún siglos, miles de quebrantamientos, violaciones, infracciones y errores se han cometido sobre Dios, su preocupación por lo humano, su creación y fluidez del amor al Señor. Delitos y faltas, pero aún más actos de heroísmo, perseverancia y afán de amar, respetar a Dios como debe ser.

Pedirle al Nazareno un milagro no es más que la certeza de que hay un Dios, que nacemos y regresamos a Él. Así hemos sido siempre los venezolanos, y no cambiaremos a Dios por petróleo, fruslerías y distorsiones políticas. El Nazareno de San Pablo y nuestra fe seguirán siendo la Venezuela verdadera. La vida de Jesús es un ejemplo, un compendio de lecciones éticas y morales que debemos tener siempre presentes.

Venezuela está mal, y camina hacia peor. La realidad, diagnosticada y males conocidos, nos impone la obligación de luchar para lograr el cambio necesario, urgente, objetivo primario de lucha, punto de encuentro de los verdaderos luchadores que creen en la democracia y libertad como principios básicos.

@ArmandoMartini


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