La historia se refiere a la apacible pero endiablada relación de pasividad e intolerancia vivida en Londres por dos hermanos sesentones nacidos en algún pueblo de Inglaterra. George, jubilado de la compañía de transporte, gordo y mofletudo, se la pasa todo el santo día en pijama calzado con las pantuflas que compró años atrás en las únicas vacaciones que pasó con su hermana en las Canarias, disfrutando en la mecedora con la lectura de The Daily Telegraph, periódico de centro derecha, resolviendo palabras cruzadas y crucigramas o disfrutando con sonrisa ambigua alguna revista porno, como un perfecto holgazán mientras la hermana, pequeña, delgada, nerviosa y experta en oficios del hogar, ama de casa desde que era niña, se afana en la limpieza de la acogedora casita de dos plantas y un minúsculo aunque bien cuidado jardín donde viven desde hace años.
En los inicios de su insípida vida de soltera compartida con su hermano, Patricia preparaba el desayuno y el almuerzo que George llevaba diariamente al trabajo y en la tarde, al regresar a casa, maldiciendo su «duro oficio» de vivir, entraba al baño a ducharse, se ponía la pijama y las pantuflas y se sentaba en la mecedora a leer el periódico, la revista porno y a esperar la cena. Jamás se le vio ayudar a la hermana, fregar un plato o llevar uno a la cocina y mucho menos cambiar un bombillo, pasar la aspiradora por los cuartos o por el salón, cambiar las sábanas, reparar lo reparable o limpiar la jaula del canario. George era un bueno para nada, un perfecto gandul, un ser apático, vago e indolente, apenas levantaba los pies para que la silenciosa hermana pasara la escoba o la aspiradora. Si sonaba el teléfono no se dignaba pararse de la mecedora, descolgarlo y contestar la llamada; dejaba que se ocupara la diligente y callada Patty, como familiarmente llamaba el holgazán a su hermana. Patty estaba en todo, barría, lavaba, cocinaba y ponía la mesa, limpiaba los vidrios de las ventanas y sacudía el polvo de los muebles y estantes, recogía la ropa sucia dejada por el hermano regada por toda la casa y frotaba aceite de teca en el pasamanos de la escalera. Después de cenar, mientras George veía una película de violencia en la televisión con el vientre redondo y abultado bebiendo cerveza y mordiendo un tabaco hediondo y barato, ella se ajustaba las gafas y siempre en silencio se disponía a zurcir las medias y voltear los deshilachados cuellos de las camisas del hermano.
Dos o tres veces a la semana, se ponía unos guantes viejos, delantal y sombrero de paja y se ocupaba del pequeño jardín, removía la tierra de algunas matas, cortaba la grama y algunas rosas de profundo e intenso aroma que luego colocaba en los floreros del salón y podaba el rosal. Se deshacía de las malas hierbas, exterminaba los insectos que arruinaban las plantas, movía las macetas organizándolas de distinta manera y regaba el seto de jazmín que además de cerco vegetal servía para proteger la vivienda de posibles miradas indiscretas.
Y así transcurrían los meses y los años de aquella pareja de hermanos adormilados en una rutina silenciosa y opresiva que enfrentaba la insolente holgazanería del jubilado con la pasividad sin límites de la diligente y sumisa ama de casa. Hasta el día aciago que vio morir a George de pleuresía tuberculosa, según el diagnóstico forense. Sin dar demostraciones de duelo excesivo, Patty recibió el compasivo sentimiento de pesar de algunos parientes y vecinos y dos semanas más tarde mandó a construir un reloj de arena, pero en lugar de arena fina hizo llenar una de las ampollas o receptáculos de vidrio con las pulverizadas cenizas del difunto hermano holgazán, colocó el reloj sobre la repisa del salón y cada vez que pasaba junto a él, lo agarraba, le daba vuelta y las cenizas comenzaban de inmediato a llenar la ampolla inferior. Sin alterar para nada su eterna, silenciosa y desabrida rutina de ama de casa, pero removiendo desde los más insondables abismos del rencor las constantes humillaciones y los ácidos recuerdos de la holgazanería del hermano con afectuoso deleite veía deslizar sus cenizas en la ampolla del reloj y con clara, imperiosa y desdeñosa voz decía: ¡George! ¡Vamos!, ¡a trabajar!
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