Hay un vínculo profundo e histórico entre totalitarismo y epidemia. A lo largo de los siglos XX y XXI es posible documentar los múltiples modos en que los regímenes totalitarios han usado las epidemias: o las han provocado, o las han inventado para fines propagandísticos, o las han ocultado (como ya se ha comprobado en la tragedia planetaria que está causando el coronavirus), o las han utilizado para mantener su aplastante dominio sobre sociedades y personas.
Cuando llegó la primavera de 1921 a la llamada Región del Volga, estaban dadas las condiciones que podrían derivar en una hambruna -que es, en lo esencial, una epidemia de hambre-. La producción agrícola había caído en 50%, producto de la sequía. La industria había sido destruida y la guerra civil rusa había mermado la cantidad de campesinos activos. Entonces Lenin ordenó el uso de «métodos revolucionarios duros»: la Cheka realizaba expediciones para asesinar a los dirigentes. Se crearon «comités de requisa» que confiscaron los cereales y el resto de productos agrícolas, para que ellos fuesen de uso exclusivo de los bolcheviques y de las fuerzas militares. Se acusó a los pequeños productores agrícolas -kulaks- de sabotear la revolución. Los almacenes agrícolas y las alacenas domésticas fueron arrasados.
En semanas, millones de familias distribuidas en un vasto territorio, quedaron sin alimentos, sin recursos para sobrevivir y sin semillas para volver a sembrar. Durante meses, los comunistas locales negaron los hechos, mientras miles y miles de niños y ancianos morían de hambre. Cuando llegó el invierno de 1921, entre 1,5 y 2 millones de personas habían muerto por inanición, y no había solución a la vista. Entre 1920 y 1922, la población, en esa región específica, se redujo en más de 5 millones. De estos, entre 80% y 90% perdieron la vida por falta de alimentos. Cerca de medio millón de refugiados abandonaron los campos en busca de algo para comer: días después morían en caminos o caían en las calles de cualquier poblado. El subcapítulo de lo ocurrido en Tartaristán debe ser uno de los más atroces: casi 2 millones de mongoles -campesinos y sus familias- murieron de hambre. Difícilmente, en el espacio de este artículo, cabría relatar la ferocidad de la máquina de horror que Lenin puso en marcha. Aunque a partir de 1922, el régimen aceptó ayuda internacional -principalmente de la Administración Estadounidense de Socorro-, lo primordial de esfuerzos estuvieron concentrados en ocultar lo que estaba ocurriendo. Algo más que hoy conviene recordar: la ayuda internacional cesó, cuando Estados Unidos y los entes internacionales descubrieron que los comunistas vendían a otros países las donaciones de alimentos que recibían.
Los comunistas rusos no recibieron ninguna lección de aquella devastación. Nuevamente crearon un infierno en Ucrania, que la historia ha registrado con la palabra Holodomor: entre 1931 y 1934, alrededor de 5 millones de personas murieron de hambre en la Unión Soviética. De ese total, alrededor de 80% era ucraniano. Pagaron con sus vidas, muchas veces en escenas dantescas, el ser campesinos que producían cereales. Fueron liquidados, con violencia multiforme e ilimitada, por la voracidad del estalinismo.
Este horror volvería durante cinco años (1958 a 1962), esta vez en la China del más grande asesino de masas que tuvo el siglo XX: Mao Tse-tung. Como ha explicado el historiador alemán Frank Dikötter, una cuestión sustantiva del debate consiste en saber si la epidemia de hambre, más las ejecuciones cometidas por las milicias armadas y las patrullas del Ejército Rojo, sumaron 35, 40 o 45 millones. Nada menos. Decenas de millones muertos de inanición.
Estos tres casos que he recordado aquí -a los que se podría añadir los campos de concentración del hitlerismo, el sistema del Gulag de Stalin, las acciones de tierra y vida arrasadas de los jemeres rojos en Camboya, y tantas otras-, donde la muerte adquiere el estatuto de epidemia deliberada y gestionada por el poder totalitario, tienen un factor en común: el uso de la violencia epidémica como herramienta para prologar el mantenimiento del poder. Solo en Camboya, entre 1975 y 1979, fue liquidada, bajo las órdenes de Pol Pot, 25% de la población.
En pleno siglo XXI, los poderes totalitarios siguen manipulando las epidemias. En la China del emperador Xi Jinping intentaron ocultarla a lo largo de varias semanas. En la Rusia del zar Vladimir Putin hacen circular un discurso que responsabiliza a otros países de lo que está ocurriendo. En la Cuba del castrismo le reducen el salario a las personas que se enferman.
La situación de Venezuela es, en principio, extrema: militarizan el territorio y entregan el control pleno y total de la sociedad a los uniformados. El régimen saca armas y tanques a las calles. Lo esencial de su política consiste en intimidar. Los primeros días desconocieron lo que estaba ocurriendo y mintieron. Maduro hizo una comparecencia que quedará en su historia como uno de los momentos en los que su irresponsabilidad alcanzó las cotas más altas: dijo que estaban preparados para atender a la epidemia, cuando médicos, paramédicos, pacientes y expertos sanitarios, de forma unánime, vienen diciendo lo contrario. No hay recursos, de ningún tipo, para responder a la inevitable escalada del coronavirus. Los demócratas, mientras protegen su salud, deben prepararse para lo que viene: el régimen intentará usar la epidemia para inmovilizar a la sociedad, debilitarla todavía más, y así evitar el cambio que el país demanda, de forma cada vez más urgente.