¿Por qué no aprendemos nunca? La pregunta exasperada la formuló un reconocido economista latinoamericano tras afirmar, en un webinario, que su país estaba a punto de cometer el mismo error que ya ha cometido decenas de veces.
El resultado de las elecciones presidenciales en Argentina me hizo recordar este episodio. Obviamente, el triunfo del anarcocapitalista Javier Milei acaparó la atención de los medios, pero igual de notables fueron los 11,5 millones de votos (el 44,3% del total) que obtuvo el candidato peronista, Sergio Massa, actual ministro de Economía, quien había ganado en la primera vuelta.
Mientras Massa ha estado en funciones, Argentina ha incurrido en un masivo déficit fiscal financiado exclusivamente a través de la emisión de dinero. Según la estimación más baja, la inflación en 2023 alcanzará el 135%. La deuda fiscal llega al 95% del PIB y las reservas en dólares del Banco Central son negativas en alrededor de 5.000 millones.
¿Realmente 11,5 millones de argentinos creen que esto representa una gestión macroeconómica sensata y que el responsable –quien lanzó, además, una espectacular ola de gastos y recortes impositivos en un intento desesperado por ser elegido presidente– habría hecho algo diferente si hubiera ganado? Dadas las numerosas veces que Argentina ha chocado con los escollos del caos fiscal y la hiperinflación, la pregunta es inevitable: ¿por qué los argentinos no aprenden nunca?
En realidad, la pregunta no es una, sino dos: ¿aprenden alguna vez los expertos? Y, ¿llegan los electores a creer alguna vez lo que los expertos piensan que han aprendido?
La gran mayoría de los expertos –excepto los defensores de la Teoría Monetaria Moderna, la que, según el refrán, no es ni moderna ni teoría– piensan que las políticas económicas de Argentina oscilan entre lo necio y lo suicida. Pero el consenso de los expertos desaparece cuando se trata de un caso menos extremo.
Los miembros del «Equipo Transitorio» y los del «Equipo Permanente» batallaron acerca de la respuesta adecuada al súbito incremento de la inflación global en 2021. Inicialmente triunfó el Equipo Transitorio, por lo que muchos bancos centrales se abstuvieron de actuar y la inflación llegó a su nivel más alto en décadas. Eso produjo pánico.
La política monetaria entonces tuvo que volverse mucho más restrictiva y el Equipo Permanente declaró la victoria. Destacados defensores de la postura «la inflación desaparecerá por sí sola» reconocieron haber estado equivocados.
El asunto pareció zanjado, pero no fue así. Hoy el debate entre los expertos otra vez está sin resolver. En Estados Unidos parece improbable que las altas tasas de interés provoquen una recesión y sorprende que la baja en la inflación haya sido casi indolora. Por lo tanto, los miembros del Equipo Transitorio ahora afirman que siempre tuvieron la razón. Uno de ellos, el Nobel Joseph Stiglitz, llama a declarar victoria y dar una vuelta olímpica. Stiglitz ha llegado a sostener que «la baja en la inflación ha ocurrido a pesar de las medidas de los bancos centrales, no debido a ellas».
Muchos expertos (me encuentro entre ellos) creen que Stiglitz está equivocado. Para controlar la inflación en Estados Unidos, la masiva expansión fiscal no podía sino ser compensada con el aumento de las tasas de interés. Incluso el Reino Unido –donde el alza de la demanda fue menor y los elevados precios de la energía desempeñaron un papel preponderante en el salto inflacionario– debió aplicar una política contractiva para evitar una espiral de precios y salarios.
Pero la ciudadanía sólo ve un desorden intelectual, en el que las personas que se supone deben saber, son incapaces de ponerse de acuerdo acerca de las lecciones correctas. Se podría perdonar a esos mismos ciudadanos si, la próxima vez que la inflación aumente, prestan atención a las recetas de ciertos vendedores de pócimas (¿tal vez provenientes de Argentina?).
Ahora bien, incluso si los expertos llegaran ponerse de acuerdo, hay buenas razones para que el ciudadano de a pie no los escuche. La mayor parte de las políticas gubernamentales (entre ellas, las que reducen la inflación) se demoran en tener éxito, y los votantes contemporáneos no suelen tener suficiente paciencia para darles esa oportunidad.
Una explicación plausible del comportamiento de los electores argentinos es que los recortes presupuestarios son dolorosos y los políticos que los aplican rara vez se mantienen en su cargo por mucho tiempo. Los populistas que los reemplazan se benefician de las medidas antiinflacionarias adoptadas por sus antecesores y gozan de un período de estabilidad en los precios y mayor gasto fiscal.
Los votantes entonces llegan a la conclusión de que los populistas siempre tuvieron la razón, y los reeligen. Pero el ciclo comienza nuevamente cuando el déficit presupuestario se vuelve tan elevado que sólo puede financiarse imprimiendo moneda.
Además, los expertos pertenecen a la élite y ¿quién quiere escuchar a unos elitistas arrogantes? Es posible que el ministro británico Michael Gove no haya exagerado cuando bromeó que «Gran Bretaña está harta de expertos». Hoy proliferan libros con títulos como La muerte de la pericia, y las eminencias que portan doctorados han perdido el respeto del que alguna vez gozaron.
En realidad, la idea de que los expertos ayudan a los votantes a entender qué políticas funcionan, y que esto a su vez determina las preferencias políticas, apunta la flecha de la causalidad en la dirección equivocada. No es que millones de argentinos hayan llegado a la conclusión de que la prudencia fiscal y monetaria es contraproducente y, por lo tanto, votan por el peronismo. Son peronistas, y puesto que el peronismo postula que toda austeridad, sea del tipo que sea, y bajo las circunstancias que sean, es malvada, eso es lo que deben creer.
O, en otro plano: no es que los estudiantes de las universidades estadounidenses sean progresistas porque han escuchado a Stiglitz, analizado sus argumentos y llegado a la conclusión de que tiene razón. Dichos estudiantes son progresistas y, por lo tanto, no tienen otra opción sino creer que lo que afirma Stiglitz es sensato.
La idea de que las identidades determinan las creencias y las preferencias políticas, y no al revés, alguna vez fue hereje, pero la evidencia a su favor va en aumento. ¿De qué otra manera explicar la peculiar y persistente coincidencia de creencias? No hay motivo para que quienes creen que el cambio climático es un peligro también deban creer que la ayuda financiera internacional es efectiva. Sin embargo, los progresistas invariablemente creen ambas cosas, mientras que quienes se identifican como conservadores juran que el calentamiento global es un engaño y que enviar dólares a los países pobres es un desperdicio.
Los politólogos Christopher Achen y Larry Bartels lo han afirmado de manera enfática: «Los votantes, incluso los más informados, suelen tomar decisiones…, sobre la base de quiénes son –sus identidades sociales–. A su vez, esas identidades sociales determinan cómo piensan, qué piensan y a qué partido pertenecen».
La pregunta clave, entonces, no es cómo cambiar las creencias, sino cómo modificar las identidades. Y, en esta materia, los científicos sociales no tienen mayores consejos que dar. Sí sabemos que las identidades cambian a un ritmo glacial. Alguien que se identifica con la derecha puede llegar a creer que los argumentos de la izquierda son correctos, pero votará por un candidato de la izquierda (y les confesará esto a sus amigos) sólo después de cavilar largamente.
Los expertos argentinos desean creer que sus conciudadanos finalmente han «aprendido» y que, por ello, 14,5 millones votaron por Milei y sus promesas de reducir drásticamente el déficit y poner fin a la inflación. Yo tengo mis dudas.
Es igualmente probable que hayan votado por Milei porque era un outsider. Una vez que se transforme en el establishment –y especialmente si gobierna en coalición con la derecha tradicional, como probablemente lo hará– se volverán en su contra. El eterno ciclo de la política en Argentina, con su eterna falta de «aprendizaje», habrá empezado una vez más.
Andrés Velasco es decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics y exministro de Hacienda de Chile.
Artículo publicado en elEconomista.es
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