OPINIÓN

Todo en la lengua es huella referida por sus hablantes

por Abraham Gómez Abraham Gómez

 

Comencemos por asimilar que la Academia comprende que la lengua no es una realidad fija, inmutable, perfecta; porque, las palabras nacen, crecen, se reproducen, se ocultan y reaparecen. Además, las palabras se anidan en la lengua; entonces, al cambiar una, transforma la otra.

Los lingüistas son conscientes de que en todo idioma lo más natural y legítimo que puede ocurrir son los cambios; que van aparejados a las mutaciones intrínsecas de las sociedades; por cuanto la lengua pertenece –insistimos– a la comunidad o espacio social de donde proviene.

Sin embargo, asumimos que la lengua en tanto una entidad social, posee, implícitamente, sus propias normas y desenvolvimientos. Dicho así, entonces, la persona escoge si quiere escribir o hablar al garete o acatar –relativamente– ciertos lineamientos en sus actos de habla y en sus manifestaciones escriturales.

Queda sentenciado que el hablante decide en su libre albedrío su modo de conducirse lingüísticamente.

La consigna más cercana lo expresaría así: “dime cómo hablas o escribes y te diré quién eres”.

Una sana advertencia: tampoco pedimos que haya un permanente ejercicio de erudición y manejo de exquisiteces gramaticales; aunque, en honor a la verdad, la lengua coloquial –en apariencia suelta y sencilla– también tiene su orden léxico-semántico y morfosintáctico.

Admitamos, con certeza, que la población, en sentido general, no tiene por qué hablar o escribir (obligantemente) como los Académicos. Cada uno en su propio espacio contextual.

En lo que sí hay plena coincidencias, es que las Academias de la Lengua han sido fundadas para describir hechos lingüísticos; para prescribir el uso correcto (señalar algunas normas sin imponerlas); y en específicos casos proscribir al pesquisar las distorsiones que se susciten; o cuando estas instituciones entran en sospechas que hay alejamientos en los usos adecuados de los actos de habla o un inocultable desorden de la lengua.

La Real Academia de la Lengua y sus entes correspondientes adscritos en la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale) siempre han estado puertas abiertas para admitir, analizar e incorporar neologismos.

La Academia de la Lengua jamás ha impuesto vocablos para el uso común. Por el contrario, cada cierto lapso da a conocer los términos que se suman a nuestra amplia lexicografía, que surgen del habla cotidiana, con sus respectivas acepciones; previos estudios que guardan vinculación con la realidad sociolingüística a la que aspiran darle significado.

Para la inmensa comunidad de hispanohablantes en el mundo; que sobrepasa ya 500 millones de personas (7,6 % de la población), nuestra autoridad máxima; tal vez, algo así como el tribunal supremo del idioma lo conforma, con certeza y propiedad, la Real Academia Española.

Las 23 Academias de la Lengua Española, que se han creado en igual número de países, admiten como condición ser Correspondientes de la RAE.

La nuestra, en Venezuela, desde sus orígenes ha tenido interesantísimos momentos y eventos. No exentos de serias confrontaciones.

Precisamente, el mismo día cuando inicia sus actividades formales –10 de abril de 1883– arranca con una polémica de forma y fondo.

El presidente Guzmán Blanco, quien a su vez ocupaba el cargo de director, pronunció un discurso enjundioso y bastante incitador para ese momento.

El eje central de la citada pieza oratoria hurgaba y cuestionaba sobre los orígenes y definición de la lengua que se hablaba en Venezuela: ¿era castellano o español?

Sobre el citado eje temático, se hacía cotidiano y corriente que se tramaran discusiones. Se cruzaban serios y violentos argumentos entre quienes defendían la tendencia impositiva, sostenedora que en nuestro país prevalecía el español peninsular, heredado en tierras americanas; frente a esa irreductible posición se levantaba otro inmenso bastión que apoyaba la insurgencia lingüística del castellano específico en este continente. Nuestro propio geolecto. Se suscitó, entonces, una disyunción suficientemente marcada; donde se deslindaron dos corrientes de intelectuales inclinados por una u otra posición teórica. ¿Hablamos el español ibérico o el castellano americano?

Para que tengamos una idea de lo bastante serio del asunto. En los sitios populares: plazas, mercados, paseos y en muchos otros lugares “nada académicos” se escenificaban encolerizadas controversias.

Unos encauzados a reconocer que el puro español peninsular era lo que hablábamos, como nuestro idioma natural; y otros favorecedores del castellano que nació y consiguió en América su especificidad lingüística.

Luce banal, en el presente, trenzarnos en un pugilato similar; porque, tal polémica ha sido superada y sus términos aclarados. Vale una breve explicación.

Al momento de mencionar el idioma o la lengua común de España, como también de muchas naciones de América y que además se habla como propia en otras naciones del mundo, resultan válidos y apropiados los vocablos castellano y español, indistintamente, según la preferencia del hablante. Da lo mismo decir que habla castellano o español.

Hay quienes recomiendan que se diga que hablamos español para no caer en confusiones con la lengua histórica (el castellano) que nació en el reino de Castilla, en la Edad Media.

Asimismo, agreguemos que la propia Academia apenas sugiere una determinada forma de construir los actos de habla, atendiendo al buen empleo del idioma; jamás la RAE impone a capricho las normas.

Cuando han sido necesarios los cambios y las transformaciones, la Academia ha tomado la iniciativa; dado que, nuestra Institución señera del buen hablar y escribir señala cómo es preferible que sea, y no cómo tiene que ser.

(Hasta el próximo año 2024, que auguramos sea más vivible).